Día 0 en Cataluña
Si uno le da la vuelta a la
imposibilidad, como se le da la vuelta a un calcetín, aparece una promesa. En
Cataluña la crisis económica, el largo aliento sentimental del independentismo
y la deserción de los sucesivos gobiernos españoles, que (por muy paradójico que suene) hace
mucho que declararon por su cuenta la independencia de Cataluña, al renunciar a interferir
en las decisiones políticas (léase, en particular, educativas) del gobierno
catalán para recolectar, en las sucesivas legislaturas, un puñado de votos de la ya extinta
Convergencia y Unión, abonaron un caldo de cultivo en el que la independencia (que hasta hace poco incluso sus más recalcitrantes valedores consideraban, en el fondo, un proyecto sin visos de convertirse en realidad) de pronto apareció antes los ojos de amplias capas de la población que nunca habían sido independentistas como una promesa realizable, una solución mágica
para todos los problemas, una tierra prometida que estaba ahí mismo, casi al
alcance de la mano. “A tocar”, que diría Oriol Junqueres.
De ahí vinieron, por este orden, las
primeras manifestaciones callejeras, la decisión de Artur Mas de ponerse al
frente del movimiento social pro independencia para evitar su más que
previsible ocaso político, las sucesivas convocatorias electorales y, al final,
después de unos meses de surrealistas negociaciones, la proclamación de un
gobierno que –aunque no consiguió la mayoría a la que aspiraba- considera que
tiene el mandato explícito de conducir Cataluña hacia la independencia.
En todo este proceso sólo Esquerra
Republicana ha sido consecuente. Renunciando a veces a lo que le demandaba el
corazón y a sus legítimas expectativas políticas y haciendo frente al recelo
que naturalmente suscitaba el recurrente tacticismo de CIU Esquerra, ha hecho
todo lo posible para que el “proces” siga adelante. Para ser justos hay que
decir que también lo ha sido, en el otro lado de la balanza, Ciudadanos, que ha
tenido que hacer política en un entorno en el que defender lo que defendía era
casi heroico, pero su peso específico no puede oponerse a la que los
independentistas han conseguido concitar a lo largo de un proceso de lenta y
persistente cocción social, porque los bandazos y las incoherencias del PP le
han convertido en una fuerza residual en Cataluña y su otro aliado natural, el
PSC, a su vez, se ha partido por la mitad y parece presa de una ambigüedad que
más pronto que tarde le conducirá a una irrelevancia política de la que ya da evidentes síntomas el propio PSOE en casi todo el territorio nacional.
El resultado es que los
independentistas han jugado bien sus cartas (si exceptuamos estos tres meses,
en los que han hecho el ridículo con sus interminables negociaciones). Y ahora,
a estas alturas de la película, el unionismo no tendrá más remedio que empezar
a mostrar las suyas y por armas no me refiero al recurrente recurso al Tribunal
Constitucional, porque llegará un momento en que el gobierno catalán desoirá
(como viene haciendo ya) explícitamente las resoluciones del TC y entonces el
gobierno español tendrá que rebuscar alguna otra herramienta en su oxidado
arsenal que le permita hacer frente a lo que está ocurriendo y a lo que muy
previsiblemente empezará a ocurrir muy pronto en Cataluña.
Se avecinan tiempos complejos e
interesantes. Veremos que ocurre. Que sea en paz.
PD. La independencia de cualquier
territorio plantea un problema lógico irresoluble. Si yo le concedo a Prendes,
mi pueblo, el derecho a decidir, sea cual sea el resultado del referéndum que
allí se celebre ya le estoy concediendo la independencia, porque no hay mayor
independencia que la facultad de poder decidir por uno mismo su propio estatus político. Por eso cuando un territorio
reclama su derecho a decidir lo que está proclamando, en realidad, es su condición de sujeto político
autónomo: si lo es y el estado al que pertenece se la reconoce, el resultado del
referéndum es irrelevante. La cuestión, por tanto, no es si existe o no el derecho de autodeterminación sino si un territorio concreto que lo reclama constituye un sujeto político con capacidad para hacerlo. Los independentistas, naturalmente, opinarán que si y su adversarios opinarán lo contrario. Por eso es una paradoja lógica: porque es un bucle del razonamiento en el que la respuesta viene dada por un apriorismo (lo que cada uno opine acerca de si el territorio X es un sujeto con autonomía política o no).
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