Cosas que pasan en vacaciones

Una de los dos o tres cientos de cosas que me gustan de las tierras leonesas y zamoranas (el cielo infinito, los mantecados de Astorga, el aire seco que tanto agradecen mis bronquios, el cocido maragato de Castrillo de los Polvazares, las noches frías y sus millones de estrellas, el bacalao al ajoarriero de Valderas, la sorpresa constante del horizonte imperturbable, el vino de Toro, las estaciones de tren abandonadas en las que crece la lavanda, el queso en todas sus variantes, las plantaciones de lúpulo, el cordero lechal, las sobrias iglesias con espadaña, los minúsculos garbanzos de Fuentesaúco), es que deambulando en coche una tarde cualquiera por una carretera cualquiera trazada entre pueblos de nombres hermosos, rotundos y prolijos (Alija del Infantado, Palacios de la Valduerna, Faramontanos de Tábara) que al medio día parecen habitados por fantasmas apenas presentidos, de vez en cuando es posible sintonizar una emisora del otro lado de la frontera portuguesa y entonces sucede lo imposible: la inconfundible voz de Ana Moura cantando Dia de Folga, que brota lejos, muy lejos, en el lugar en el que el Tajo se abraza con el mar, sobrevuela las estribaciones de la sierra de la Culebra en la que habitan los lobos, se cuela por los altavoces de la radio, atraviesa las ventanillas del coche, asciende por la espadaña de la iglesia hasta el nido de cigüeña que amenaza con derribar el campanario, acaricia las nubes y uno, que además de no ser de allí lleva más de una hora conduciendo sin rumbo y con los ojos hipnotizados por el deslumbrante amarillo de los campos de colza, de pronto se da cuenta de que -de alguna forma que no sabría explicar con palabras- ya está en casa. 











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