Desfado
Me gustan los fados alegres, porque a pesar de serlo no dejan de resultar melancólicos, como esa carta en la que una compañera de oficina te anuncia -sin anestesia ni preparación ni nada de nada- que lleva enamorada de ti desde la primera vez que atravesó la puerta de tu despacho con su vestidito azul asombrosamente ceñido y que va a echarte muchísimo de menos (en efecto, no pone mucho, pone muchísimo, lo he comprobado tres veces) porque el jueves de la próxima semana deja ese trabajo para empezar de recepcionista en un hotel de una ciudad alemana con tres consonantes por cada vocal que sólo te suena de una olvidada eliminatoria del Sporting en la vieja copa de la UEFA; revelaciones estas que, con el susto, al principio no sabes si te alegran o te entristecen o ambas cosas a la vez, pero que luego -pasada la taquicardia, los sudores fríos y hasta un amago de ataque de ansiedad- acabarán por sumirte en la más honda de las melancolías ante la inminente pérdida de algo que -si no haces nada por evitarlo y conociéndote juraría que es bastante improbable que lo hagas- está a punto de adentrarse en el territorio de la saudade, en el vasto solar sin urbanizar de las cosas hermosas y dulces que estuvieron a punto de ocurrirnos, pero que por una u otra razón, (ay) nunca llegaron a suceder.
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