La vida avanza, lunes tras lunes, silenciosa e imparable y por ese caminito de horas, minutos y segundos llegará un día en el que no quede nada de todo lo que conocimos y ni rastro de todo lo que fuimos o soñamos ser. Dentro de cien años
alguien encontrará, por puro azar, aquella carta que te escribí y que no sé si por pereza o porque no me gustabas lo suficiente dejé a medio terminar o un
poema vacilante y mediocre, lleno de tachaduras y adjetivos sin filo y, después
de dispersar con la mano el polvo que cubrirá la mesa, con sólo un vistazo, quizás intuirá lo que yo nunca supe explicar: los motivos de mis largas noches en vela; los
caminos por los que aventuré hasta perderme y los que no llegué a andar; el
porqué me gustaba contemplar los pájaros que atraviesan, lentos y altos,
el cielo en la penúltima hora del atardecer y los talgos que cruzaban de punta a
punta la meseta castellana o las razones por la que me sentía como esos viejos que observan inmóviles, sentados a la puerta de su casa, todo lo que sucede en la calle con una mezcla de ironía y escepticismo, como si en vez de ser reales alguien acabara de inventar las cosas y las estuviera desplegando frente a ellos para enseñarles una lección que nunca acaban de aprender, como las diapositivas de la clase de ciencias sociales de aquellas lejanas tardes de colegio. Pero de lo que
sí estoy seguro es de que, por muchos años que pasen y por mucho que avance el
conocimiento del alma humana, nadie podrá dar cuenta jamás del frágil aliento
que nos individualiza, de lo que cada uno de nosotros somos por dentro más allá de toda envoltura, detrás de la última coraza, de las razones íntimas que mantienen en pie este andamiaje de estar vivo que, bien mirado, se sostiene de puro milagro, siempre al filo de la inexistencia, siempre a punto de caer, de
perderse, de ceder a la suave y tentadora cadencia de la muerte que sólo nos pide que no hagamos nada, que nos dejemos ir río abajo. Todos somos
frágiles, impares y, cada uno a su manera, no siempre evidente, hermosos.
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