Cosas que pinchan


Durante la infancia nos ocurren todo el tiempo cosas extraordinarias y surrealísimas, como esas veces en las que estás jugando al fútbol o a cualquier otro deporte con reglas no escritas con tu hermano y de pronto aparece tu madre con ese don que tienen las madres para materializarse saliendo de la nada y te dice que te peines que viene gente y por la forma en que te lo dice, tan virulenta y categórica, tienes la impresión de que la gala de los Óscars de ese año se va a celebrar por sorpresa en el portal de tu casa y luego resulta que no, que lo que pasa es que viene otra vez de visita la tía Antonia, que siempre trae pasteles como regalo y conste que utilizo el plural por no faltar a la verdad aritmética, porque lo cierto es que apenas traía dos diminutos pastelitos llenos de moratones y con el papel del envoltorio repegado a la crema pastelera, que me entregaba, eso si, con mucha ceremonia y un gran gesto de alivio, como si portearlos hasta casa dentro de su bolso ancestral de piel de vacuno hubiera supuesto un sacrificio lindante con la heroicidad y yo, entonces, durante el acto solemne de entrega, la miraba y sonreía y, como muestra agradecimiento, hasta le daba dos besos, pero era una sonrisa más falsa que la contabilidad del PP, porque lo que estaba pensando en realidad era, por este orden, (1) pues si que está mal de la espalda que no le da ni para traer, al menos, media docena de pasteles que sería lo suyo y (2) que barbas tan vigorosas y a la vez tan afiladas que se gasta esta señora; pero, claro, huelga decir que me guardaba mucho de decirlo en voz alta, porque yo era un niño bien educado que había aprendido en carne propia eso de que la valentía que no se funda en la prudencia se llama temeridad, así que para evitar recibir una bofetada de revés propinada con una maestría que ya quisiera para si Rafa Nadal, me callaba, sonreía lo mejor que sabía, que no sería mucho dadas mis pobres dotes actorales y en cuanto encontraba ocasión me comía de una sentada los dos pasteles, que al fin y al cabo mi buena irritación facial me habían costado. 



Me gustaría dedicar esta canción a Donald Trump  y a todos los que, como él, tienen miedo de lo que ignoran, que es casi todo. Todas las músicas son una, todos los mundos son uno, y a todos nos contempla desde lo alto el mismo cielo.


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