In memoriam



La primera noche le pedí que dejara sus botas junto a la cama, porque nadie iba a salir de aquella habitación hasta que uno de los dos necesitara atención médica o un ramo de crisantemos. Ella sonrió y sin decir nada y sin dejar de mirarme empezó a quitárselas arqueando su espalda en el aire con la elegancia de aquellos gatos que ni siquiera se molestan en fingir que han sido domesticados, porque hasta los habitantes de las galaxias más remotas tienen la certeza de que ni lo han sido ni lo serán jamás. 

Falleció en febrero, un año y medio después. Se la llevó por delante un cáncer de esófago, típico de viejos, de fumadores y de alcohólicos. Tenía 32 años. No bebía y no había fumado nunca, pero contra toda probabilidad un escuadrón de más de veinte mil genes conspiraba contra ella en lo más profundo de sus venas y cuando eso ocurre no importa nada de lo que hagas -ni tus valientes propósitos, ni mis tercas promesas, ni las sesiones de quimioterapia- porque juegas con la cartas marcadas y tienes todas las de perder. 

El caso es que ese año duró un instante y a cada instante yo sentía que se me escapaba, que me iba quedando vacío, sin nada, como cuando de niño trataba de agarrar el agua del mar con mi rastrillo de plástico. El último invierno su camisón se había vuelto ingrávido y flotaba en alguna silla o sobre la cama y yo, como un soldado que se muere de miedo, había cavado una trinchera a su lado y trataba por todos los medios de no dormirme y de no quitarle ojo para memorizar cada uno de sus gestos, como si de esa forma, aprendiéndola de memoria, pudiera engañar a la muerte y ofrecerle a través de mi recuerdo una segunda oportunidad, una vida nueva, distinta de aquella que ya se iba consumiendo.

Ahora, tantos años después, cuando pienso en ti regreso al crepitar de las hojas de los castaños que tanto te gustaban, a la luz que se filtraba sobre tu pelo algunas tardes de otoño, a la música callada de la nieve que revoloteaba sobre los tejados, al sabor dulce de tus besos bajo los manzanos que había plantado mi abuelo, al ruido sordo del río cuando dejaba de susurrar y amenazaba con anegar la cuadra y a tu voz, a tu voz que todavía escucho a veces justo antes de despertarme y a esta casa que iba a ser nuestra casa para siempre y a esta habitación vacía en la que una noche dibujé con mi mano la perfecta curvatura de tu espalda.

PD. Dedicado a tres mujeres a las que nunca olvidaré y a todos aquellos que han perdido a un ser querido. 


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