Primeros días



Ayer llegó al trabajo Juan, un compañero nuevo que acaba de aprobar sus oposiciones. Al ver su carnet me di cuenta de que había nacido en... 1990, justo veinte años más tarde que yo (lo que significa que, como habrán adivinado, también es veinte años más joven). Era su primer día de trabajo en la administración y al verle no pude evitar pensar en mi primer día como funcionario, hace un montón de años, en una lóbrega oficina de correos del Distrito 34 de Barcelona.

Algún día este chico, que tiene pinta de ser bastante listo, trabajará como interventor o como director general de algo y allí, donde sea, quién sabe si en alguno de los monstruosos ministerios que se asoman a las calles de Madrid en las que resuena la voz de Sabina o en medio de la resplandeciente luz irisada de su Granada natal, rememorará como yo lo hago ahora su primer día de trabajo en un edificio de porte noble situado al lado del río Segre, medio oculto entre la espesa neblina que inunda Lleida durante esos largos inviernos en los que, no muy lejos de la ciudad, puedes ver a caminantes blancos prendiendo fuego a contenedores para calentar sus escuálidas pantorrillas.

Todos formamos parte -aunque sea una minúscula parte- de la vida de otras personas. Vivimos en la intersección de muchas vidas de las que nunca sabremos nada, a las apenas llegaremos a asomarnos o que sólo rozaremos durante un instante, en lo que dura una mirada furtiva, un café o, con suerte, quizás unos días o acaso unos meses. Ese hilo que se anuda y desanuda en cada uno de esos encuentros, a pleno sol y bajo el burlón mirar de las estrellas, somos nosotros, es nuestra vida, una vida en la que un día nos sentimos jóvenes y casi al siguiente, cuando todavía juraríamos serlo, nos encontramos con que hay alguien ahí delante que tiene veinte años menos y que empieza, con la misma ilusión y el mismo miedo en los ojos, con el que nosotros lo hicimos ayer.

Mucha suerte, muchacho. 




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