Ser feliz como forma de resistencia



Ser joven consiste en tener la esperanza de que la vida (ay!) irá poniendo en su sitio cada una de esas pequeñas y no tan pequeñas piedras con las que nos tropezamos cada día y con las que de vez en cuando nos damos unos hostiones de aupa. Hacerse mayor consiste en aceptar que eso no tiene porqué ser necesariamente así, porque la vida no sigue un orden preestablecido, no rinde cuentas a nadie y no te entrega nunca los planos de lo que está por venir, así que la mayor parte del tiempo vamos de aca para allá sin orden ni concierto y con más bien poca idea de lo que estamos haciendo, un poco como los paletas en la época del boom inmobiliario (que fue anteayer y sin embargo parece que fue poco menos que durante el reinado de Wamba). 

Envejecer -en el peor de los sentidos- consiste en creer que ya no es posible poner remedio a nada, en contemplar el mundo con los ojos con los que uno se asoma por encima de la tapia a una fábrica en ruinas y en asumir que ya es imposible enderezar el rumbo de la nave. Esa tendencia a dejarse arrastrar por la negatividad, que a menudo se reviste de experiencia y que goza incluso de cierta aura de sabiduría, es, en la mayor parte de los casos una mezcla desigual de añoranza por los momentos que se fueron y resentimiento por los que ya no han de volver y conviene evitarla a toda costa, porque la desesperanza es un terreno baldío en el que nada germina y en el que lo mejor del espíritu humano se agosta.

Lo que intento decir con esta perífrasis tan larga es que uno no es joven o mayor en función de lo que diga su carnet de identidad (de recordarnos la edad ya se encargan las rodillas y el lumbago) sino de nuestra resistencia a dejarnos llevar por la tentadora pendiente del escepticismo. Les pondré un ejemplo. De joven a mi me gustaban los dramas y las películas francesas de mucho llorar y mucho sentimiento. A medida que me he ido haciendo mayor me he dado cuenta de que la vida ya te proporciona gratis y de oficio suficientes dosis de drama y de pesares y por eso desde hace bastante tiempo solo voy al cine a ver películas alegres, de acción, de intriga o de ciencia ficción. 

Se que suena terriblemente superficial y anti-intelectual, pero mentiría si dijera que eso me importa un rábano. Lo que quiero decir es que, con toda franqueza, no tengo la menor intención de pagar ocho euros por añadir penalidades adicionales a las que ya me proporcionan sin comerlo ni beberlo cada día los noticiarios. Quiero llegar a los cincuenta, a los sesenta y (esto es algo más improbable) a los setenta, conservando una sonrisa cada vez que me levanto y me hago un café con nueve partes y media de leche sobre diez, cada mañana que llego a la oficina, cada vez que salgo del trabajo con la ilusión del que acaba de redimir una condena, cada tarde que me sepulto entre las sábanas a dormir la siesta, cada atardecer justo cuando el sol se recoge y se pliega como un jersey anaranjado y cada noche en la que todo se calma y se aquieta al abrigo de la oscuridad. 

Quiero ser feliz porque la felicidad y la alegría son la mejor forma de hacer frente a los pesares de la existencia y de dar la espalda a todos esos libros sagrados que hacen apología de la tristeza y la derrota, que postulan que el ser humano es un siervo de no se que maníacos seres imaginarios y que la vida es un calvario y un camino de lágrimas y también y sobre todo, porque, la felicidad y la alegría son el único antídoto posible contra la vejez y no esos complementos alimenticios que anuncian en la radio y que bajo el pretexto de ralentizar el envejecimiento celular, mejorar el sistema inmune y otras milongas esdrújulas y paracientíficas sólo sirven para sacarles los cuartos a esos pobres pensionistas a los que de forma sibilina se les insinúa por tierra, mar y aire que tengan cuidado, que se les está escapando el último vagón.

Sean felices carajo!

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