Si la muerte fuera un juego


El abrumador peso de la realidad nos ha convencido de que la vida sería mucho mejor si no doliera y nada importara. Pero si yo fuera un vampiro y, por tanto, la muerte fuera sólo un juego, me quedaría sentado fumando sobre el tejado y allí, desde lo alto, entre lentas espirales de humo, contemplaría con condescendencia a los amantes y sus minúsculas tribulaciones y no me quedaría hasta las tres de la mañana escribiendo y no tendría estas ganas terribles que siempre tengo de dormir a tu lado y de apretarte bien fuerte contra mí como si esta noche fuera a ser la última.

En realidad no se trata sólo de lo que sentimos o dejamos de sentir, ni de la forma en la que brillan tus ojos en la oscuridad ni de ese olor que me dice que estoy en casa estemos donde estemos, ni de tu severa forma de proteger un corazón frágil, ni de tus manos capaces de moverse despacio entre los pliegues la oscuridad y de dejar cicatrices de amor sobre la piel.

Hay algo más. Algo oscuro que fluye a nuestro lado invisible y que nos observa en silencio desde el fondo de la habitación. Es la perspectiva de la muerte, que lo convierte todo en un juego apasionante en el que cada bala podría ser la que agota el cargador, cada palabra la que precede al silencio y cada beso el último que llegaste a darme.

Sin la promesa de la muerte todo sería vano, superficial, infinito como un páramo arrasado por el sol del verano y tan yermo como todas las cosas que no llegarán a conocer el privilegio del desasosiego, la incertidumbre y el miedo. 


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