Lo que arde y no se quema



En los días más despejados (que en mi tierra no son muchos) el Macizo Occidental de los Picos de Europa, entre Asturias y Léon, puede divisarse desde muy lejos. Como hacia el norte no existe ningún otro obstáculo natural, en invierno estas agrestes montañas calizas reciben de lleno el impacto de todas las borrascas y de todos los frentes que llegan del Atlántico, barren el Cantábrico y tratan de adentrarse en la península.

Contemplando ese formidable paisaje uno tiene la sensación de que por mucho que la gravedad intente tirar hacia abajo de nosotros y por más que el azar siembre de trampas el curso de nuestros días, hay algo en la naturaleza humana que está destinado a perdurar más allá del envoltorio, algo hermoso que arde pero no se consume ni se quiebra con la muerte, como esas montañas que a lo largo de miles de años se han defendido en silencio del infatigable asedio del invierno.

Esta noche mi tristeza (como la soledad de Borges) porfía por aliviarse un poco con esa elegante esperanza. 





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