Cosas que no se dicen a la intemperie



Cuando cocino recuerdo a mi madre y a mi abuela y todo lo que me enseñaron gracias a aquella pesada chapa de hierro de la cocina de mi casa: cómo hacer para que los frixuelos salgan finos y no se peguen, que nunca, bajo ningún concepto, se debe revolver la fabada, que el sofrito de la carne lleva cebolla y zanahoria en proporciones exactas, invariables y ambiguas, que hay que dejar orear las perdices al menos tres días, que no hay que calentar demasiado el aceite ni quemar el pimentón y que para magostar castañes no se puede tener hambre ni andar con prisa. Pienso en esas cosas mientras sofrío el arroz, justo antes de echar el pollo y el conejo. 

Luego, dentro de un rato, llegará todo el mundo con su larga relación de preocupaciones -sueños, miedos, viejos rencores, mentiras, afectos enquistados, enemigos íntimos y trabajos más o menos forzados- todos, por supuesto, convencidos de tener razón y de ser, en el fondo, muy importantes y muy especiales, mucho más, que duda cabe, que este sencillo plato de arroz que, sin embargo, hubiera sido imposible sin la semilla arrastrada por el viento de una larga estirpe de mujeres invencibles y una vieja cocina de hierro que, por cierto, es cien veces mejor que esta cocina de inducción que se apaga cuando le viene en gana porque alguno de sus sensores detecta agua o un objeto caliente -ya ven, agua y calor nada menos- como si este piso fuera la superficie sin atmósfera del planeta Marte y el agua y el calor se hubieran extinguido hace millones de años. 

Escucho los sonidos que llegan desde el salón, amortiguados y distantes, como si tuviera la cabeza metida dentro de un refugio nuclear construido a base de amontonar latas de bonito del norte (no confundir con el atún, carajo) y pienso que quizás todo es más sencillo de lo que creemos y que se trata, sólo, de que las cosas nunca son lo que parecen ser, ni lo que nos gustaría que fueran, sino justo todo el resto y que en la vida, por más que tratemos de evitarlo, se van abriendo a nuestro paso brechas, laberintos y selvas oscuras como aquella con la que Dante abre su Infierno y no queda más remedio que resignarse, tirar para adelante y tratar de hacer con deportividad, cierta resignación y mucho sentido del humor lo que buenamente se pueda y ya está, pero me callo y no digo nada porque, por supuesto, esas no son conversaciones para ocasiones como estas y, además, para eso escribo un blog, para no tener que segar una a una las palabras que me crecen entre las grietas y para eso cocino, para reencontrar la mirada de mi abuela que me observa desde muy lejos, al otro lado de toda una vida y sin embargo, me reconoce y sonríe melancólicamente como los viejos maestros Jedi en la escena final de La Guerra de las Galaxias.


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