Por qué también los suicidas tienen miedo por las noches




La memoria llega lentamente, en pequeñas olas de espuma. Es un verdugo poco complaciente que rara vez nos devuelve la imagen de los días apacibles: prefiere el brillo de las heridas que nunca llegaron a sanar del todo al esplendor de los momentos en los que todos sonreíamos a la cámara. 

Sin embargo, al final nada de eso cuenta: ni las íntimas cobardías, ni las efímeras victorias, ni las renuncias, ni el miedo, ni las cicatrices, ni nuestras expectativas frustradas, ni esa pequeña e inexplicable tristeza de algo que falta y que no sabes qué es. El tiempo hará que todo eso se borre y se olvide muy pronto, como se olvidan y se pudren los restos de un naufragio en una isla desconocida por las cartas de navegación.

Lo importante, lo importante de verdad, son otros pedazos de nosotros, cosas que están mucho más abajo de la piel y los huesos, más abajo de la sangre y de las vísceras, pequeños bancos de peces que nadan en la espesura de nuestras profundidades abisales, seres de los que no sabemos nada y que algunas veces, en el instante que precede al sueño, centellean durante una milésima de segundo en la oscuridad de la consciencia.

Ahí dentro esta la única verdad sobre cada uno de nosotros, en un puñado de palabras que viven acurrucadas en las sombras. Cada noche las rastreo pacientemente, bajo a buscarlas, tiro de ellas e intento que se asomen a las superficie. Pero una y otra vez dejan de respirar en cuanto las deposito sobre la arena. 


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