Una voz más alta



Me ha gustado una historia que he leído en El País hoy (aquí): la de un piloto de caza alemán que, cinco días antes de la Navidad de 1943, en medio del caos, el dolor y la crueldad de la Segunda Guerra Mundial, decide no derribar a un bombardero norteamericano B17 -que acaba de soltar su mortífera carga sobre la ciudad alemana de Bremen- a pesar de tenerlo a su merced, porque siente que, frente a un enemigo indefenso, ha de obedecer a una voz más alta que la del deber militar: la de la caballerosidad y la compasión.

Lo extraño de la historia es que es excepcional. En una situación así el noventa y nueve por ciento de la gente apretaría (apretaríamos) el gatillo. Y no porque seamos buenas o malas personas, sino porque, como cientos de experimentos de psicología social han demostrado hasta la saciedad, tenemos una tendencia innata a obedecer, a seguir las normas, a actuar como uno más de la bandada, a hacer aquello que los demás esperan que hagamos.

Además la guerra despersonaliza al enemigo y por eso resulta tan fácil matar: porque estamos convencidos de que lo único que hacemos es cumplir con nuestro deber y de que lo que hay al otro lado de la trinchera no son seres humanos. Por eso las guerras se venden como cruzadas contra un mal absoluto sin posibilidad de redención. Esta despersonalización ocurre, incluso, en situaciones más cotidianas y menos dramáticas: fíjense, sin ir más lejos, en cómo se comporta la mayor parte de la gente cuando se sube a un coche y entenderán a que me refiero.

Franz Stigler dedició hacer lo correcto cuando lo fácil era no hacerlo y con su decisión nos recuerda que en cualquier conflicto, aunque resulte arduo o inconveniente, siempre hay al menos un instante en el que, más allá del miedo, de lo que nos conviene o de lo que se espera que hagamos, es posible hacer aquello que es justo y que en todas partes, incluso donde a priori parece más improbable, hay gente que merece la pena. 

Ojalá ninguno de nosotros olvide su ejemplo.




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