Las bestias usan destornillador
Un día de marzo de 1973, tres jóvenes coruñeses, Humberto, Fernando y Jorge, de 28, 25 y 23 años de edad, que trabajaban en Irún (Gipuzkoa) cruzaron la frontera con Francia para ver la película El último tango en París. A la salida del cine fueron a tomar algo a un bar típico de la zona en San Juan de Luz. Querían brindar por la boda de uno de ellos, que iba a tener lugar dentro de un mes.
Mientras tomaban una consumición en la barra, fueron insultados con frases despectivas alusivas a su condición de gallegos y españoles por un grupo de ocho etarras que estaban completamente borrachos y que creyeron que se trataba de policías secretas. Les esperaron a la salida y en una pelea desigual uno de los terroristas le partió una botella en la cabeza a Humberto que le abrió el cráneo y le dejó los sesos desparramados por el suelo. Los etarras forcejearon con los jóvenes hasta que lograron introducirlos en dos coches y llevarlos a una granja controlada por los terroristas en Saint-Palais.
Allí, fueron asesinados después de ser cruelmente torturados y vejados durante horas para que confesaran su condición de policías. Cuando resultó evidente que no lo eran, los mataron y los enterraron. ETA todavía tenía un "prestigio" que defender como organización antifranquista y no podía reconocer que acababa de asesinar "por error" a tres trabajadores, así que sus cuerpos fueron convenientemente escondidos.
Todavía hoy, 45 años después, nadie ha confesado dónde se encuentran. La organización terrorista nunca se ha responsabilizado de este triple crimen (aunque tampoco lo ha desmentido). No obstante los etarras iban alardeando en petit comité de haber matado a los chicos. Alguno de los autores de la valerosa operación hasta se lo contó a una chica en la cama después de tener relaciones sexuales.
Los mató ETA a principios de una primavera en la que habían cometido el imperdonable delito de ser gallegos, ser españoles y haberse puesto guapos para ir al cine a ver una película. Sus padres nunca encontraron sus cadáveres porque sus asesinos -de los que se saben nombres, apellidos y apodos- nunca tuvieron el coraje de reconocer los hechos.
Vivimos en un mundo en el que la memoria se mistifica, se falsea, se retuerce y se deforma porque un atributo universal de la verdad es que siempre acaba por resultar inconveniente para alguien y ahora que, derrotada militarmente, ETA ha cerrado la empresa de matar porque el negocio ya no daba más de sí, hay que empezar a blanquear a los asesinos y a sus valedores políticos en aras de "la paz y la reconciliación". Estupendo todo. Pero como no me sale de las entrañas olvidar (en realidad no me sale de otro sitio) no puedo evitar sentir unas formidables arcadas cuando veo en la prensa a la nihilista escoria podemita o a la enfervorecida turbamulta amarilla prodigarse en todo tipo de muestras de afecto hacia Arnaldo Otegui y sus secuaces como si estuvieran rindiendo pleitesía a Edward Jenner, a la sazón inventor de la vacuna que acabaría por derrotar a la viruela o a algún otro memorable filántropo.
PD. Por si alguien se pregunta como se sabe lo de las torturas, Mikel Lejarza, alias el Lobo, agente del Cesid infiltrado en ETA, declaró que el dirigente etarra José Manuel Pagoaga Peixoto, le reveló en 1974 la historia de los tres gallegos. Así lo relata el Lobo: “Estábamos en la playa de Hendaya y salió la conversación mientras paseábamos. Señalando un lugar, Peixoto dijo: “Aquí fue donde enterramos a los tipos aquellos, a los policías gallegos. Me puse muy nervioso porque (Peixoto) alardeaba diciendo: “¡Cómo chillaban los cabrones! Les sacamos los ojos con un destornillador. Me revolvió las tripas. Luego comentó que tuvieron que desenterrar los cadáveres. Los sacaron de la playa una noche y los enterraron en otro lugar". Otro destacado dirigente de ETA, Soares Gamboa, miembro del violento comando Madrid, escribiría años después en sus memorias que "el caso de los gallegos es una de las grandes cuentas pendientes" de la banda. Por su parte, José Sáinz, exdelegado del Ministerio de Interior en el País Vasco, cita textualmente en un libro una carta escrita por Ceferino Arévalo, alias el ruso, uno de los presuntos autores de la muerte de los jóvenes coruñeses, que, comentándole a su novia las informaciones que le involucraban, reconocía que si que les habían dado una paliza pero que luego otros etarras se los habían llevado y que él ya no había vuelto a saber nada del asunto.
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