Creta




Este año volveré a Creta, a contemplar como el atardecer despliega su bandera azul sobre el mar Egeo, a hacer dieta (es un decir) a base de berenjenas papoutsakia y calamari y a la escuchar música griega a toda pastilla en la radio de un coche alquilado mientras conduzco con dos ruedas en el arcén de una carretera secundaria en busca de una playa que ni siquiera aparece en los mapas en los que los piratas esconden sus tesoros. 

Hay quien dice que cada uno de nosotros sólo puede tener una patria auténtica. Puede que para los primitivos tardocarlistas de mejillas sonrosadas tal cosa sea cierta, porque hay gente que desde muy pequeña siente una inclinación reverencial por el primer polvo que hollaron sus zapatos, como si en vez de ser el resultado del azar, el lugar de nacimiento fuera una profecía o una revelación invencible y purificadora.

Yo, en cambio, sostengo lo contrario: que nuestra verdadera patria, una patria mestiza y sin alambradas, está formada por todos los lugares en los que un día fuimos felices. En esa patria se hablan muchas lenguas, las luces, los sabores y los olores se entrecruzan en la oculta métrica de la naturaleza y la vida se desdobla en infinitos senderos que se bifurcan.

Uno de esos senderos me conducirá de nuevo a Creta, que también es mi casa.



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