En algún momento dejó de ser sencillo


El otro día una amiga, entre cerveza y cerveza, me comentaba que echarse novio a partir de los cuarenta es todo un ejercicio de ingeniería social: hay que cuadrar agendas, comprobar a quién le toca quedarse a los niños este fin de semana, verificar que las vacaciones y los horarios de trabajo son compatibles, asegurarse de que no haya ninguna celebración familiar inexcusable ni ningún sobrino al que cuidar porque sus padres se hayan ido a Punta Cana o de Safari por África y toda una serie de incidencias logísticas que ponen a prueba la solvencia de cualquier relación. El resultado es que al final sólo puedes quedar con la chica o chico en cuestión los martes de las segundas semanas del mes a las 18.15, siempre que no haya actividades extraescolares o que no tenga lugar esa salida a Port Aventura que se viene aplazando desde junio del año pasado por la muerte de la abuela. 

Hubo un tiempo, allá por el paleolítico de los dieciséis años, en los que cuando conseguías reunir el valor suficiente -que no era poco- te acercabas a una chica y procurando que no te oyeran sus amigas le decías al oído: oye, me gustas mucho ¿quieres salir conmigo? Si, contra todo pronóstico, la muchacha no salía corriendo y te respondía que sí, ya estaba constituida la relación, sin necesidad de que intermediaran en la operación notario, cura párroco, registrador de la propiedad, suegra y tasador inmobiliario. Eso, así, sin más, era el amor. 

Con los años el asunto se va enredando y acaba por convertirse en un galimatías que exige brújula, planos como los muebles del Ikea, consentimiento escrito y hasta cartas de navegación. Y por eso cuando Mar o Antonio acceden a salir contigo es fácil que acto seguido te den cita para el segundo martes de febrero, lo que expresa un orden de prioridades muy preciso, maduro y respetable pero no necesariamente fácil de digerir, como si fueras un complemento muy indirecto en el relato de su vida o como si te hubieran sentado al fondo de la clase, en un lugar en el que apenas alcanzas a divisar la pizarra con tus diminutos ojos de miope.

Es uno de los efectos de hacerse mayor, que todo se va retorciendo y complicando y en el camino, día a día, vamos arriando la bandera de la inocencia y la simplicidad. Ya nadie se planta en tu ventana a gritarte, eh, oye, baja que tengo que decirte una cosa ahora mismo y resulta que esa cosa es que me gustas y que te quiero, porque el tráfico, los horarios y el qué dirán no lo permiten y el que más y el que menos anda demasiado ocupado desbrozando la espesa selva de su vida como para agarrar el toro del amor por los cuernos. 

Todo el mundo calcula y recalcula la trayectoria más segura como si nuestra vida estuviera presidida por un navegador invisible cuyo objetivo fuera evitar a toda costa los accidentes: siempre por la ruta óptima, siempre a la velocidad adecuada, siempre respetando las señales. Todo el mundo sostiene, jura y perjura que quiere encontrar el amor pero yo sé que no es verdad: en el fondo hay mucha gente que, como los equipos de Simeone, firma el empate, que ha renunciado a presentar batalla, que abraza flojo, al por menor y sin descubrir las cartas y que en lo más hondo de su corazón, aunque no sea consciente de ello, empieza todos los combates tirando la toalla.

Crecemos y pagamos muchos precios invisibles por hacerlo. Intuyo que éste, el de la pérdida de la inocencia, no es el menor de todos.


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