Historia universal


Al principio de los tiempos las abuelas nos cantaban canciones de cuna. Apenas comenzamos a olvidarlas alguien nos puso una lanza entre las manos y nos dijo que teníamos que salir a cazar para ganarnos el sustento con el sudor de la frente (y de las axilas, aunque esto nunca se mencione). Así que vagamos de acá para allá por el campo abierto arrastrando una herida que nunca termina de sanar bajo la violencia de un hilo de sol que todo lo convierte en polvo. 

En algún momento la cosa se complicó y empezamos a creer en las infinitas posibilidades del amor, un amor sin fin, en el que todo es posible, tan vasto como esta planicie interminable que se despliega desafiando al horizonte y tan brilante como este cielo azul cubierto de dudas y entonces descubrimos que amar es como planear en un avión a gran altura, por encima de los cables de acero de los puentes, en un territorio mágico en el que todas las lluvias nacen de la misma tormenta, en los confines de la alta casa del deseo. 

Más tarde, al final, siempre sobreviene el olvido. Un puñado de huellas desdibujadas en el agua, pijamas doblados con descuido, unos cuantos relojes detenidos, el doble fondo donde guardamos las cosas de las que quisimos salir huyendo, algunas preguntas de sabor amargo, frágiles esperanzas que se evaporan como escarcha en los cristales, la vergüenza de no ser aquello que un día soñamos, cicatrices, delirios y tibios jadeos, lágrimas, postales y antiguas fotos, dos docenas de versos sueltos que no llegaron a ser un poema y ciertas anotaciones ilegibles en los márgenes de una agenda.

Tan solo soy un hombre. Y un día sólo seré un nombre, justo antes de que por fin me vaya y la ciudad olvide también ese nombre.


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