Lo que perdura


No soporto los musicales: en cuanto la acción se detiene y los actores se ponen a cantar sin venir a cuento me gustaría prenderle fuego a la pantalla del cine e inyectarme metanfetamina para no tener que arrancarme los ojos. Esta regla completamente arbitraria que considera el cine musical como un capítulo singular de la reprobable historia universal de la infamia sólo admite dos excepciones: Los Miserables y La La Land. 

Las canciones de Los Miserables son tan buenas que dan ganas de montar una barricada entre el Zara y el Mango, quemar un par de coches y empezar una revolución con cualquier pretexto. Y, por si eso no bastara, hay algo en esa historia de redención, amor y lucha contra la tiranía que encarna valores universales. Todos hemos sido, somos o seremos en algún momento de nuestra vida personajes de los Miserables: cuando alguien a quien amemos no nos ame, cuando tratemos de redimirnos de algún pecado original de esos que merodean por nuestras pesadillas o cuando cualquier causa que creamos justa (y que es posible que hasta lo sea de verdad) resulte aplastada por el peso de la realidad. 

Me encanta ese prisionero de la cárcel de sí mismo que recibe el nombre de Javert, me admira la dignidad y la resistencia a la adversidad de Jean Valjean, me emociona el incontenible amor de Eponine (que, como dice con mucha gracia un comentarista de youtube "ha sido frienzoneada a nivel barricada") y me fascina la forma en la que todas esas toneladas de talento brillan juntas sin solaparse. Cosette, eso si, me gusta menos, porque me parece bastante pava y me cuesta aceptar que nadie en su sano juicio pueda preferirla a Eponine. 

Lo de La La Land es más raro porque desde la primera escena (aquella en la que todos se ponen a bailar en la autopista) yo ya estaba emocionado sin saber porqué y con media lágrima en parrilla de salida. Y todo lo que ocurre después me parece tan real y tan alejado de las historias de amor convencionales -tan realista, en el mejor sentido- que no puedo más que dejarme llevar por los meandros y los vericuetos de las vidas que cada uno de nosotros no llegaremos a vivir. Además el final no es un final feliz al uso: nadie come perdices. O se las come cada uno por su cuenta, para ser exactos.

Todo se resume en que hay cosas que nos conmueven y otras que no. Y punto. Intuyo que cuando algún día, cerca del final, revise el curso de mi deambular por la tierra no me vendrán a la memoria las pequeñas insidias, las tonterías propias y ajenas, ni los contratiempos en los que tanto solemos desgastarnos, sino algunos de esos momentos fugaces y sin embargo perdurables en los que la esperanza de que es posible una vida mejor, una vida diferente, una vida que merezca la pena ser vivida, se desata como un torbellino que nos envuelve, nos abraza con fuerza y nos eleva los pies del suelo, como en esas escenas de los musicales en las que de pronto nada es imposible y todo brilla con una luz nueva.

A las barricadas!


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