Alzar la voz



A veces para entender las cosas hay que remontarse a los orígenes. Con Ciudadanos ocurre exactamente eso. El germen de Ciudadanos es un movimiento de intelectuales que se rebelan contra la avalancha del independentismo en Cataluña en un momento en el que la ola procesista amenazaba con anegarlo todo y todos los que, al menos en teoría, hubieran tenido algo que decir al respecto, se habían arrodillado y/o puesto cuerpo a tierra: el PP porque estaba absorto en sus corrupciones y Mariano, muy en su estilo, esperaba que la tormenta acabaría escampando y el PSC porque se empezaba a fracturar por el tirón gravitacional del nacionalismo, que arrastraba a buena parte de sus militantes, cuadros medios y dirigentes, alguno de los cuales, en cuanto tuvieron ocasión, salió por piernas y se arrimó sin recato al nuevo sol de la independencia que, hay que reconocerlo, calentaba con más fuerza y además no tenía inconveniente en pagar a traidores (hola, Comín) porque ya llevaba años pagando a corruptos y tampoco le venía de ahí. De Podemos no digo nada porque a  estas alturas ya nadie con dos dedos de frente ignora que entre cualquier cosa que huela a España y muerte, los podemitas eligen muerte sin dudarlo ni un instante y se quedan tan anchos. 

En ese desierto en el que nada se oponía al pensamiento único del independentismo Ciudadanos levantó la voz para defender a una parte de la sociedad a la que nadie parecía interesado en representar y lo hizo con todo en contra: gente a la que nunca le habían molestado los excesos de treinta años de gobiernos de Pujol y sus infinitas corruptelas decían que era un experimento patrocinado por el IBEX; otros, no menos originales, escupían que era un partido de ultraderecha, que quería eliminar el catalán, que estaba en contra de Cataluña y multitud de barbaridades análogas proferidas por individuos que, en realidad, lo que no podían soportar era que hubiera catalanes -si, catalanes, no afganos ni indochinos- que pensaran de forma diferente. 

Y además, por esos azares del destino, resultó que llegaron las elecciones y resultó que había muchos catalanes que, vaya, pensaban, diferente. Eso tampoco podrán perdonárselo nunca a Ciudadanos. Nunca. 

Por lo demás, Albert Rivera no me parece gran cosa. Algo me dice que sus convicciones no están forjadas precisamente con acero valirio en el sagrado fuego del Monte del Destino. Arrimadas, en cambio, me parece formidable, con el agravante de que no es nada fácil hacer lo que ella hace en Cataluña, con toda la armada independentista asediando a los discrepantes por tierra, mar y aire a base de derivados del petróleo amarillos y un constante golpeteo mediático de los muyahidines que, con cualquier excusa y hasta con altavoces municipales, les recuerdan a los ciudadanos que no deben desviarse ni un centímetro del sagrado objetivo de la independencia.

Ciudadanos si se atrevió. Se atrevió a desviarse, a ir a contracorriente. Sólo por eso ya me merece más respeto que todo el resto del arco parlamentario compuesto por desorientados socialistas que no saben si van o si vienen y que en el fondo sólo temen que los acabe arrastrando la corriente, fervorosos seguidores de los mandamientos de la nueva religión amarilla que adivinan en cada petardazo del proceso una nueva jugada maestra, progresistas de salón capaces de bendecir al demonio (léase Maduro) si paga al contado -mención especial para los argentinos recién importados que abominan de lo malísima que es España pero que no tienen la menor intención de abandonarla y volver a subirse al colectivo para ir a la cancha de Boca- y gente, en fin, más o menos bien intencionada pero con muy poquito respeto por los que se aventuran a expresar ideas diferentes. 

El independentismo catalán me recuerda mucho a Lutero que abominaba de la dictadura de Roma pero que en realidad no abominaba de la dictadura, sólo de la dictadura de un dictador que no fuera él mismo y por eso, al correr de los años, acabó justificando la persecución de quienes (campesinos incluidos) trataron de oponerse a sus designios y, como no, a Calvino, que pasó de defender a quienes se oponían a la iglesia católica a ejercer de dictador a sangre y fuego en Ginebra y condenó a Miquel Servet y (le faltó tiempo) a Sebastián Castellio, dos sabios y dos hombres honorables cuyo único delito fue oponerse a la tiranía. Que nadie vea en la comparación un agravio: los protestantes veneran a Lutero y a Calvino siguiendo esa tradición no escrita que dice que todos somos capaces de perdonar cualquier pecado a condición de que haya sido cometido por uno de los nuestros. 

Algo me dice que si el proceso llega a buen puerto más de uno nos veríamos obligados a coger el petate y salir por piernas para no acabar recibiendo las bendiciones y agasajos que a buen seguro nos tienen reservados, en nuestra condición de herejes, impíos y blasfemos, los ejemplares rectores de la muy noble, inmaculada y pura república catalana, esa cuyo advenimiento siempre se anuncia como inminente cada once de septiembre y que como los vuelos de las compañías aéreas en agosto, siempre se acaba retrasando por motivos operativos. 

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