La belleza



Explica Celine, en su viaje al final de la vida que "Viajar es útil, ejercita la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Personas, animales, ciudades y cosas, todo es inventado. Es una novela, nada más que una historia ficticia.”

Con esa cita comienza La Gran Belleza, película que debería llevar la calificación moral de no apta para menores de 40 porque es la crónica de una decadencia -la de cada uno de nosotros- de la que no solemos tener noticia hasta que ya no hay remedio. Y, sin embargo, el escenario en el que discurre ese pequeño drama, el drama de como nos defraudamos un poco cada día, es tan hermoso como lo son las avenidas, palacios, fuentes y canales de Roma.

Jep Gambardella es el reverso tenebroso de Jorge Bucay y Paulo Coelho, que son portentosos hechiceros capaces de garantizar la felicidad a base de frases inspiradoras y sabios decálogos repletos de mentiras piadosas troqueladas a cuerpo verdana y doble espacio para disfrute de niños y mayores. Jep, en cambio, ha vivido lo suficiente como para echar un vistazo detrás del telón y por eso sabe como acaba la obra: envejecemos en medio del voraz torbellino de la existencia y lo hacemos sin pensar que no hemos entendido nada y que con el paso del tiempo todo se olvida, no importa lo grandes o importantes que hayan sido nuestras vidas. 

La última frase no es mía. Es una adaptación libre de la escena final de Días de Radio, de Woody Allen. Ambas películas están unidas por un hilo invisible: la imposibilidad de alcanzar la felicidad y la fugacidad de la existencia humana y de nuestros afectos. El tiempo es la horma de nuestro zapato, la criatura que acaba con todo en silencio. Lo canta, entre desilusión y tequila, Joaquín Sabina: ¿Quién me ha robado el mes de abril? ¿Cómo pudo sucederme a mi? 

Y sin embargo, contra todo pronóstico, no se trata de películas tristes porque nos recuerdan que si todo es, en el fondo, un juego no queda otra opción que burlarse del miedo y de la vida y jugar: viajar, amar, sonreír, ser amables y odiar lo menos posible porque odiar -a menos que uno esté dispuesto a materializar su odio en un propósito criminal verosímil- agota mucho y renta poco beneficio. Y además la belleza, la gran belleza, está siempre al acecho, a la vuelta de la esquina, dispuesta a sorprendernos y embriagarnos si nos encuentra con los ojos bien abiertos.

Juguemos pues. Durante las dos próximas semanas me dedicaré a merodear por Villabrázaro, La Bañeza, Astorga, León, Zamora, Ávila, Valladolid, Aguilar de Campoo, Oviedo, Gijón, Prendes y algún que otro lugar que seguro que se me queda en el tintero y del que sólo se acordarán las ruedas de mi coche, que no es precisamente viejo y que ya va camino de los doscientos mil kilómetros, como si en vez de funcionario ejerciera de taxista en Getafe. 

PD. En una escena suprimida del montaje final Jep entrevista a un veterano director de cine que explica que, para él, la gran belleza consiste en un recuerdo de la infancia: la curiosidad que sintió al ver a un grupo de gente perpleja e intrigada ante los cambios de color de un semáforo. El primer semáforo que instalaron en Milán en el cruce de la Plaza del Duomo y Via Torino (justo donde ahora hay, por cierto, una enorme tienda de Zara instalada en lo que antaño fue un viejo cine). No se me ocurre ninguna forma mejor de definir la belleza.

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