Miedo
Eres periodista. Trabajas en una pequeña redacción de un diario de provincias. Pero eres bueno en tu trabajo, bueno de verdad, de los que dedican un poco más de tiempo a comprobar los detalles, de los que insisten, de los que tienen curiosidad, de los que llaman a dónde haya que llamar, rebuscan donde sea preciso y no se conforman. Y como además eres inteligente y a ratos hasta brillante sucede. Te reconocen tu trabajo y hasta tienes un modesto éxito. Ahora escribes en un periódico importante y como, además, no careces de habilidades sociales, llegas a ser jefe de redacción. Ganas algunos premios. Conoces a gente que sale en la televisión. Te invitan a cenas y eventos. Todo va como debería.
Un día te enteras de que un pequeño periódico de provincias acaba de publicar una noticia importante. Un bombazo, algo que estaba ahí delante, a la vista de todos, pero que, por alguna razón, tú no viste venir. Deberías haberlo hecho, pero no lo hiciste. Nadie lo vio, salvo ese pequeño redactor de un periódico de provincias. Y entonces, por supuesto, haces lo que tienes que hacer: revisar lo que ese mindundi ha publicado para encontrar fallos, lagunas, omisiones, inexactitudes, imprecisiones, pequeños desajustes, incoherencias en las declaraciones. Lo haces, por supuesto, por pura deontología profesional. Y como todo el que busca encuentra, acabas encontrando algo. Y como eres alguien importante, ese algo -sea lo que sea- acaba aplastando al pequeño redactor de provincias que soñaba, como un día lo hiciste tú, con ser un pez grande.
Esta es, exactamente, la forma en la que el poder nos corrompe: transformando nuestro esquema de incentivos hasta darle la vuelta como si fuera un calcetín. Un político empieza bajando al barro y arremangándose la camisa. Quiere limpiar la ciudad. Ser diferente. Acabar con la casta y los parásitos. La gente le vota porque, sí, suena diferente. Luego, poco a poco, descubre lo cómodo que se está sentado en lo alto del gran sillón, tomando decisiones, saludando a gente importante y apareciendo en la prensa y empieza a tener miedo porque ahora ya tiene algo que perder: todo lo que ha conseguido con tanto esfuerzo y con tanto arremangarse la camisa.
La paradoja de la vida es que el pez grande se percibe a si mismo como el que está en una posición más frágil y como el que más tiene que perder. Por eso mucha gente en puestos de responsabilidad -en todos los ámbitos de la vida- no se comporta con la dignidad ni la gallardía que sería de esperar: porque tiene miedo y el miedo nos convierte en seres recelosos y desconfiados, capaces de hacer lo que sea con tal de quedarnos un día más en lo alto del árbol.
Por eso algunos catedráticos obligan a sus asociados a que pongan su firma en artículos de investigación a los que no han aportado una coma. Por eso los partidos políticos son criaderos de mediocres, porque la inteligencia se considera demasiado volátil y peligrosa, casi tanto como tener ideas propias. Y por eso vivimos instalados en la cultura del miedo cuyo mandamiento supremo es que es mejor dejarlo todo tal y como está, no sea que suceda algo y acabemos llamando la atención.
Cuando el periodista y el político se miran en el espejo ven a la misma persona de siempre. Pero si el espejo tuviera ojos vería que algo ha cambiado. Hubo un tiempo, casi otra vida, en la que en esos ojos hubo fuego, pero ahora ese mismo fuego les ha consumido y en su lugar ya sólo quedan cenizas y un furibundo instinto de supervivencia.
Miren bien a su alrededor y no tardarán en darse cuenta de a qué me refiero. Están por todas partes y son muy fáciles de distinguir: tienen miedo.
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