Generación 1970, Candás



Los que me leen habitualmente saben que una de los temas recurrentes de este blog es el del tiempo que pasa o, dicho de otra forma, la certeza de que el tiempo es un hilo invisible que nos atraviesa y que va levantando, segundo a segundo, un abismo imposible de vadear entre la persona que somos y la que un día fuimos, entre nuestras esperanzas y nuestras experiencias, entre el pasado que a veces nos gustaría cambiar y que sin embargo ya queda tan lejos y este presente que siempre está a punto de desvanecerse.

Esta noche se celebra en Candás una cena de mis antiguos compañeros de colegio y/o instituto. Me sorprende que, en las fotos del evento que ahora mismo están compartiendo por whatsapp con los muchos que, como yo, por una u otra razón, nos hemos ido a vivir y a trabajar fuera de Asturias, me resulta imposible reconocer a bastantes de ellos. Recuerdo, por supuesto, a los más cercanos y, también, a alguna compañera con la que quizás no llegué a intercambiar más de una docena de palabras, pero que allá por el paleolítico superior me resultaba particularmente interesante por razones que estoy seguro de que no les costará mucho intuir.

En esa desmemoria convergen varias razones. La primera, geográfica. Yo era (soy) de Prendes, un pueblo situado a unos cuantos kilómetros del antiguo colegio San Felix de Candás. Por eso de forma natural empecé a tener más relación con otros compañeros, que como yo, teníamos que compartir cada mañana y cada tarde los largos vericuetos del transporte escolar. Además, mi día a día fuera del colegio y mis vacaciones, trasnscurrían en mi pueblo o en Gijón, porque los de Prendes íbamos en Alsa a Gijón a hacer la compra y para ir a Candás teníamos que hacer transbordo en El Empalme. 

La segunda es que yo siempre he sido de pocos pero muy buenos amigos y he tendido a concentrar toda mi energía y mi atención en ellos. Respecto al resto de la gente, con la que percibo -a lo mejor de forma injustificada- que no existe una conexión especial, experimento, por mucho que se  trate de antiguos compañeros de colegio, cierta sensación de alejamiento que no es sino una consecuencia de esa incurable timidez que siempre me ha hecho rehuir los grandes grupos, en los que tiendo a sentirme en fuera de juego.

La tercera es que me fui de Asturias hace veinticinco años. Y esa ausencia pesa. Los recuerdos se alimentan de sucesivas capas de recuerdos que se superponen y se entrelazan y en mi cabeza hay un espeso estrato formado por 25 años de historias cuyos escenarios son ajenos al paisaje de mi infancia. Para revivir mi época en el colegio no puedo apoyarme en un encuentro casual con un compañero un día cualquiera, ni en el relato de un conocido común. Tengo que regresar al punto de partida. Y cuesta. Y cada vez cuesta más.

De todas formas tengo que decir que me he alegrado mucho ver todas esas fotos. Es como, si de alguna forma, antiguos fantasmas volvieran a la vida. De pronto, gente con la que conviví un montón de horas durante muchos años y a la que no he vuelto a ver reaparece en forma de fotografía delante de mis ojos y lo hace con varias decenas de años a cuestas. Los mismos que tienen los ojos de la persona que contempla esas imágenes: casi cincuenta. 

La vida es la llama de una vela que se consume en medio de un universo repleto de nada y oscuridad. Y no es una metáfora, es así: se trata, apenas, del suspiro de un mal poeta o de una doncella enamorada. En medio, en ese hiato, nos sucede todo. Por eso no hay tiempo que perder y por eso, como en la canción de Manolo García, pase lo que pase, nunca el tiempo es perdido.

Un abrazo para todos, compañeros. 

PD. Gracias, en particular a José Manuel Tejero, que siempre ha encontrado la forma de llegar hasta mi a través del tiempo y el espacio y a Victor Manuel Muñiz, Carlos Pico, José Manuel González Prendes y José Ángel Suárez Medina por muchas y muy buenas razones que ellos y yo sabemos y que no es necesario explicar. 

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