Retales y fotos a contraluz







Los recuerdos son el artefacto que el cerebro utiliza para que lo olvidemos todo. Y es que somos, mal que nos pese reconocerlo, unos pésimos cronistas de nuestra propia historia. 

Los instantes de felicidad, por ejemplo, siempre nos pillan malparados: estamos tan entretenidos aguardando a que la fortuna nos sobrevenga o añorando los tiempos en que fuimos felices o creímos serlo, que rara vez somos conscientes de que aquí y ahora, justo en este momento, lo somos de verdad. Es como si, entre la nostalgia de la felicidad y su esperanza perpetua, no nos quedara suficiente espacio para experimentarla.

Con nuestras pequeñas tragedias ocurre lo mismo. Nos aturden tanto y nos golpean con tanta fuerza que juraríamos que cada una de ellas inaugura un largo invierno en el que todo lo que puede ir mal irá mal, y ya puestos, de mal en peor. La experiencia nos indica que pase lo que pase siempre acaba por escampar y el refrán nos recuerda que no hay mal que cien años dure, pero ahí, en medio de la tormenta, no es raro que nuestra fe en lo que está por venir flaquee lastimosamente.

No tenemos memoria de la felicidad ni medida de la infelicidad y por eso nuestros recuerdos son, el mejor de los casos, mixtificaciones interesadas que hemos ido elaborando para explicarnos a nosotros mismos como hemos acabado sentados en la barra de este bar, tan lejos de lo que un día soñamos. Nos sirven para tratar de entendernos, para aceptarnos, para justificarnos y para soportarnos. Pero no son más que una de las múltiples caras de una realidad (la nuestra) que se nos escurre como un puñado de agua. 

Nos resistimos a la evidencia de que nosotros, aquellos, los de entonces, ya no somos los mismos. Y los recuerdos no son más que el cabo de cuerda que nuestro yo actual lanza hacia el pasado para simular que hay una continuidad entre aquel niño que se hizo mayor, se casó, tuvo dos hijos y un pastor alemán, estudió informática, se divorció y perdió el pelo, sufrió la afrenta de la calvicie y la presbicia y este cincuentón que este verano se apuntó a un gimnasio al que sólo acudía con la secreta esperanza de coincidir en la piscina con una empleada de una papelería de la calle Mayor que, al parecer, acababa de dejarlo con su marido.

Para compensar hay una memoria que si es real. Se trata de nuestra memoria poética, esa en la que anotamos todo lo que en algún momento nos ha partido el espinazo y se ha infiltrado en la médula espinal que custodia nuestras emociones más íntimas. Por eso, a pesar de que no podemos describirlo, reconocemos ese olor. Por eso, al cruzar por una calleja casual te asalta el recuerdo de los ojos negros de aquella muchacha que era -casi- tan tímida como tú. Por eso, menos a menudo de lo que me gustaría, en medio del sueño, la mano de mi padre aún acaricia la mía.

Carecemos de un mapa explicativo del curso de nuestra propia historia y, además, experimentamos una ilusión de continuidad debajo de la que late una cicatriz, la que nos va dejando la experiencia de estar vivos. Pero nunca olvidamos nada que nos haya conmovido de verdad. Es posible que esa minúscula revelación permita distinguir, más allá del ruido y de las prisas, entre retales y fotos a contraluz, lo accesorio de lo importante. 




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