Tres años
Hoy se cumplen tres años de la muerte de mi padre. No es un acontecimiento novedoso ni noticiable: es un hecho bien conocido que los padres llevan muriéndose miles de años -es una especie de hábito suyo al que ninguno puede sustraerse- y, por otra parte, son afortunados si lo hacen en el momento oportuno, porque debe haber pocas cosas peores que sobrevivir a los propios hijos.
Sin embargo, cuando eso ocurre, se opera en nuestra vida una transformación sutil pero profunda: una porción considerable de nuestra existencia, de nuestras experiencias, de nuestras viejas emociones, de todo aquello de lo que estamos hechos, nos abandona y queda confinada, para siempre, al territorio del recuerdo.
El escritor y periodista bosnio Emir Suljagic, superviviente de la matanza de Srebrenica, en la que perdió a gran parte de su familia, dijo una vez que “tras la muerte de un padre o una madre uno es otra persona, ni mejor ni peor, pero sí otra persona”.
Es cierto que de ese recuerdo regresan con el tiempo muchos instantes, infinitas fotografías mentales de toda una vida en común. Pero no lo es menos que, si somos sinceros con nosotros mismos, con el paso del tiempo empezamos a comprender que incluso esos recuerdos van siendo cada vez un poco más tenues y distantes, como las luces de un barco que parte y se aleja entre la niebla.
Esa es la segunda pérdida. La definitiva: la aceptación de la asusencia. El momento en que la voz de tu padre empieza parecer un eco distante. El instante en que te das cuenta de que el tiempo lo desgasta todo, incluso los recuerdos. Al día en que definitivamente aceptas que no regresará y que eso es así y no puedes cambiarlo.
Alguien dijo alguna vez que el modo en que se nos escapa la vida es la vida.
Estoy muy de acuerdo con la frase del escritor bosnio, la muerte de tus padres te convierte en otra persona. También es cierto que depende de muchos factores... del tipo de relación que teníais, de cómo ha muerto y si era joven, de cómo estabas tú de madura emocionalmente o si tu vida estaba más o menos establecida. En mi caso nada estaba en su sitio y lo viví como una tragedia. Quizá por ello me di cuenta que en unos pocos años, no sólo el recuerdo de mis padres se alejaba, sino la imagen de mí misma antes de que aquello ocurriera. No sé qué fue de esa niña, acabé por olvidarla.
ResponderEliminarUn abrazote
Alfredo, tienes la facultad de emocionarme y de hacerme sentir como propias las cosas que te pasan. Ojalá no la pierdas nunca porque la echaría mucho de menos.
ResponderEliminarCon afecto del que no borra el tiempo.
Un abrazo Alf. Escribe siempre.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, eres increible tocando la fibra sensible, muchos besos desde lugo.
ResponderEliminar23 de septiembre de 2002
ResponderEliminarMe llamaron para decirme que me fuera corriendo a mi ciudad natal porque mi padre estaba a punto de fallecer. Un accidente terrible. Mi padre tenía 66 años y una vitalidad increíble. Acababa de estrenar aquel coche que le hacía tanta ilusión.
Durante todo el viaje tuve el presentimiento de que llegaría a verle vivo y de que mi padre seguiría viviendo más tiempo.
Cuando llegué todo el mundo hablaba en el habitación del hospital como si ya hubiera fallecido, porque pensaban que el no podía oír ni comprender. Yo pedí a mi madre que no lo hiciera, que papá estaba vivo aún.
Por la mañana, cuando la luz entró por la ventana de la habitación, mi padre giró los ojos y miró hacia la ventana. Supe que mi padre no iba a morir.
Más de nueve meses de hospitalización y unas secuelas terribles. Pero estaba vivo. Aún así, muchas personas me dijeron que mejor que hubiera muerto para quedar así. Yo se que no, que el quería vivir, que todos los que le queremos queríamos que siguiera vivo.
Apenas pronuncia algunas palabras y apenas se mueve. Pero puedo verle, abrazarle y mirarle a los ojos.