De canciones y, por supuesto, de amor


Me gusta conducir. Y me gusta hacerlo, en particular, a esa hora del atardecer en la que todo en el aire se tiñe ya de una luz cobriza, como si el cielo se hubiera hecho viejo de repente y estuviera intentando recordar cuál era en realidad el color de ese sol que ahora se oculta tras las montañas.


En esos instantes me siento reconfortado, extrañamente alegre, como si todas esas imágenes medio borrosas de postes de teléfono, cigüeñas en vuelo rasante y estaciones de tren abandonadas en medio de ninguna parte que se suceden a toda velocidad detrás la ventanilla encajaran de alguna forma y, de pronto, todo -el mundo, mi vida, las cosas que he vivido, soñado o perdido- tuviera un sentido.


Como si por primera vez estuviera a punto de encontrar la respuesta a una pregunta que ronda por mi cabeza desde que tengo uso de razón; una pregunta cuyo significado he rastreado en vano por todas las carreteras que he andado y desandado, año tras año, desde aquel día lejano y vacilante en que me puse en pie por primera vez.


Para que eso ocurra, para que todo se acomode en su sitio, hace falta, además, una canción tan especial como esta de Alexi Murdoch. Y sobre todo, hace falta estar enamorado, porque, digan lo que digan, no es cierto que fuera del amor no haya nada que valga la pena.


La verdad es que, fuera del amor, no hay nada.


Ninguna deuda, ningún destino, ninguna promesa.


Nada de nada.



Alexi Murdoch
All My Days

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