Un marino asturiano
Fernando Villaamil fue un
asturiano nacido en 1845. Un marino asturiano, para ser precisos, puesto que
toda su vida estuvo ligada al mar.
Fue, además, un auténtico adelantado a su
tiempo. Tras graduarse en el Colegio Naval de la
Armada fue destinado a Filipinas y Puerto Rico y, más tarde, fue
profesor en la escuela naval flotante, la fragata Asturias, anclada en el
Ferrol. Pionero en el diseño de
destructores, dio la vuelta al mundo al mando de la fragata Nautilus, tripulada
por gallegos y asturianos que mataban la morriña con el sonido de sus
gaitas.
En el libro en el que narra su viaje Villaamil se extraña al observar
que en los arsenales de la marina norteamericana en Filadelfia se estaban
construyendo dos acorazados y tres cruceros "sin que yo pueda penetrar en
los fines que se propone esta nación". Aquella duda se despejaría definitivamente tan solo cuatro
años después.
En 1898, los Estados Unidos, que ya habían decretado el bloqueo naval
de la isla de Cuba, inciaron, al hilo de la (provocada?) explosión del Maine en el puerto de La Habana, una contienda que todo el mundo en España creyó ganada. La armada
norteamericana ni siquiera existía hasta hace unos pocos años y además Estados
Unidos nunca había librado una guerra fuera de sus fronteras. Enfrente se hallaba,
por si fuera poco, la histórica armada española.
La flota española enviada a Cuba
al mando del almirante Pascual Cervera Topete estaba formada por tres
acorazados y tres destructores. No obstante, pese a las soflamas de la prensa española y
la desatada verborrea política, Villaamil sabía que, dada la enorme superioridad
del enemigo, estaba poniendo proa hacia la derrota y hacia una muerte casi
segura.
Aunque Villaamil propuso atacar la costa
norteamericana -sabía que el puerto de Nueva York
carecía de defensas- el almirante Cervera obligó a la flota
española a refugiarse en el puerto de Santiago de Cuba para evitar un
combate a mar abierto. En esa tesitura los americanos hicieron lo que debían: se situaron ante la angosta bocana del puerto, por la que los
barcos sólo podían salir de uno en uno, para aguardar a sus presas. Villaamil
propuso entonces un ataque nocturno por sorpresa, pero Cervera también
desestimó esta idea.
Al ser ocupada la capital cubana
por las tropas americanas y ya casi sin provisiones, la flota española se vio obligada a abandonar el
puerto. Cervera decidió hacerlo al amanecer del 3 de julio, navegando hacia
el oeste y con los barcos pegados a la costa. Era, de nuevo, un
error, ya que una salida nocturna hubiera tenido más posibilidades de prosperar (se
especula con que Cervera, sabiéndose derrotado de antemano, lo hizo por razones
humanitarias, para que los marinos, al hundirse sus barcos, pudieran ganar la
costa).
La flota española zarpó en orden
decreciente de tamaño y potencia de fuego. El primero en salir fue el buque
insignia Infanta María Teresa, capitaneado por Cervera y en último lugar lo
hicieron los dos pequeños destructores de Villaamil que fueron hundidos
rápidamente por el potente fuego de la flota estadounidense. Se cree que
Villaamil falleció intentando subir a la torreta del cañón de proa del
destructor Furor para disparar.
Los grandes cruceros, tras ser
alcanzados por el fuego enemigo tardaban bastante en hundirse, lo que les permitió dirigirse a la costa para embarrancar, por lo que
todos sus mandos y muchos de sus oficiales y marineros sobrevivieron a la
batalla. Por el contrario, los pequeños destructores se hundieron de inmediato, falleciendo la práctica totalidad de sus tripulantes, incluido
Villaamil, que fue el militar de mayor graduación caído en la
batalla.
El almirante Cervera acabaría
siendo senador vitalicio y desempeñando varios cargos políticos de importancia
hasta su fallecimiento.
El cadáver de Fernado Villaamil
nunca fue recuperado.
En 1998 España perdió sus últimas
colonias de ultramar (Cuba, Puerto Rico, Filipinas). Las posesiones españolas
en Oceanía (las Islas Marianas, Carolinas y Palaos), que no podían ser
defendidas por su lejanía y por la destrucción de la flota española, serían
vendidas un año después a Alemania por 25 millones de marcos, que, a su vez, las perdería a
manos de los aliados en la segunda guerra mundial.
La sociedad española reaccionó
ante la derrota con una mezcla de indiferencia y desencanto que dejaría paso a
una larga y sombría resignación que quizás ya nunca abandonaríamos del todo.
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