Otra navidad
Cuando yo era niño cada Navidad me parecía un acontecimiento imposible que retornaba después de una largísima hilera de días y noches.
Supongo que eso me pasaba porque de niños habitamos en un presente absoluto en el que casi no hay pasado y en el que el mañana parece tan distante como la fría luna de invierno. Quizás la infancia es eso más que ninguna otra cosa: un tiempo mítico en el que todo sucede justo ahora, en este mismo instante, cada vez que la luz de la vida, nueva y radiante, te entra a borbotones por los ojos y tu intentas retenerla apretándola con fuerza entre tus dedos.
Con el paso del tiempo uno tiene la sensación de que todo se va acelerando y ni siquiera la navidad escapa a ese atropellamiento existencial y un poco acogotante. Celebramos un fin de año y casi sin solución de continuidad ya estamos en semana santa y, en un suspiro, planificando las vacaciones de verano, soportando la pesadilla de la vuelta al trabajo y, de nuevo, sentados frente a los anuncios de turrón en la tele.
Pese a todo, quizás porque sigo siendo un niñato, a mi la navidad me hace una ilusión bárbara. Y eso que ese todo es muchas cosas que pesan mucho: mi padre, al que tampoco podré abrazar este año; mi abuela y mi abuelo; mi compañera Narcisa, que no me contará la última carrera de Formula 1 ni amenazará con jubilarse si subo la calefacción y tantos y tanto seres queridos que ya no están donde solían. Y todo es, también, el hecho de que llega un día en que sabemos, aunque nos cuidemos mucho de decirlo en voz alta, que cada navidad no es una mas sino una menos.
Este año, con la crisis galopante, los ya no se cuántos millones de parados y la supresión de la paga extra para todos los funcionarios, hasta la navidad parece un poco menos brillante. En mi barrio las luces navideñas son blancas, monótonas e insustanciales, como de circo de gitanos venido a menos y a cada paso se suceden locales vacíos con el cartel de se traspasa. Pero no se traspasa y el cartel sigue ahí, viéndolas venir y amarilleando.
Por fortuna la belleza está al acecho en todas partes. Esta mañana, como buen funcionario, me había asomado a una de las ventanas que dan a la avenida Blondel y estaba inspeccionando los espantosos cartones circulares con ilustraciones navideñas que el ayuntamiento -quiero pensar que para ahorrar y no por un delirio estético- había colgado en lo alto de la calle. El cierzo, que aullaba cada vez con más fuerza, los fue arrancando uno a uno después de voltearlos sin piedad durante un buen rato. Uno de ellos, con un dibujito de los tres reyes magos que parecía obra de un discapacitado sin aptitudes artísticas o de un consejero de caja de ahorros, había ido a alunizar junto a un cubo de basura. Un niño, que pasaba por la calle con su abuela, se detuvo frente al cartelito y después de contemplarlo un buen rato con aire algo dubitativo, le dio un puntapié al rey Melchor en la cabeza y gritó "gol de Cristiano" con los brazos en alto, como si el portugués acabara de marcar el tanto decisivo en la prórroga de la final del campeonato del mundo.
Puro espíritu navideño en versión 2.0.
Supongo que eso me pasaba porque de niños habitamos en un presente absoluto en el que casi no hay pasado y en el que el mañana parece tan distante como la fría luna de invierno. Quizás la infancia es eso más que ninguna otra cosa: un tiempo mítico en el que todo sucede justo ahora, en este mismo instante, cada vez que la luz de la vida, nueva y radiante, te entra a borbotones por los ojos y tu intentas retenerla apretándola con fuerza entre tus dedos.
Con el paso del tiempo uno tiene la sensación de que todo se va acelerando y ni siquiera la navidad escapa a ese atropellamiento existencial y un poco acogotante. Celebramos un fin de año y casi sin solución de continuidad ya estamos en semana santa y, en un suspiro, planificando las vacaciones de verano, soportando la pesadilla de la vuelta al trabajo y, de nuevo, sentados frente a los anuncios de turrón en la tele.
Pese a todo, quizás porque sigo siendo un niñato, a mi la navidad me hace una ilusión bárbara. Y eso que ese todo es muchas cosas que pesan mucho: mi padre, al que tampoco podré abrazar este año; mi abuela y mi abuelo; mi compañera Narcisa, que no me contará la última carrera de Formula 1 ni amenazará con jubilarse si subo la calefacción y tantos y tanto seres queridos que ya no están donde solían. Y todo es, también, el hecho de que llega un día en que sabemos, aunque nos cuidemos mucho de decirlo en voz alta, que cada navidad no es una mas sino una menos.
Este año, con la crisis galopante, los ya no se cuántos millones de parados y la supresión de la paga extra para todos los funcionarios, hasta la navidad parece un poco menos brillante. En mi barrio las luces navideñas son blancas, monótonas e insustanciales, como de circo de gitanos venido a menos y a cada paso se suceden locales vacíos con el cartel de se traspasa. Pero no se traspasa y el cartel sigue ahí, viéndolas venir y amarilleando.
Por fortuna la belleza está al acecho en todas partes. Esta mañana, como buen funcionario, me había asomado a una de las ventanas que dan a la avenida Blondel y estaba inspeccionando los espantosos cartones circulares con ilustraciones navideñas que el ayuntamiento -quiero pensar que para ahorrar y no por un delirio estético- había colgado en lo alto de la calle. El cierzo, que aullaba cada vez con más fuerza, los fue arrancando uno a uno después de voltearlos sin piedad durante un buen rato. Uno de ellos, con un dibujito de los tres reyes magos que parecía obra de un discapacitado sin aptitudes artísticas o de un consejero de caja de ahorros, había ido a alunizar junto a un cubo de basura. Un niño, que pasaba por la calle con su abuela, se detuvo frente al cartelito y después de contemplarlo un buen rato con aire algo dubitativo, le dio un puntapié al rey Melchor en la cabeza y gritó "gol de Cristiano" con los brazos en alto, como si el portugués acabara de marcar el tanto decisivo en la prórroga de la final del campeonato del mundo.
Puro espíritu navideño en versión 2.0.
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