Un país viejo




Yo soy español y a mi edad, mal que me pese, soy demasiado viejo como para llegar a ser cualquier otra cosa, por mucho que me lo llegara a proponer.

No soy, en cambio, nacionalista español ni nacionalista de ningún otro lugar, pero que no lo sea no tiene mérito alguno, ni es el resultado una elección racional y querida, sino el lastimoso producto de dos defectos de fábrica que me inhabilitan para esa clase de pulsiones: una incapacidad casi patológica para cierto tipo de socialización inducida y  una tendencia montaraz al librepensamiento que resulta incompatible con las adhesiones ardorosas e inquebrantables que exigen la religión y el nacionalismo, que es la forma laica de pensamiento religioso que han adoptado de forma unívoca todas las sociedades contemporáneas. 

Quizás por eso conservo la distancia suficiente como para reconocer que España, como país, lleva mucho tiempo cuesta abajo y sin frenos. Eso, por lo demás, ni es motivo de asombro ni tiene nada de particular, pero conviene recordarlo porque nos ayuda a contextualizar porqué están pasando algunas cosas de esas que ahora nos apremian.

En un tiempo los españoles fuimos, a base de exploración y derecho de conquista, poco menos que los amos del mundo. Me temo que eso iba mucho con nuestro carácter, más dado al impulso que a la reflexión. Nos costaba poco ir a donde fuera, más allá de las líneas trazadas en los mapas del mundo conocido y liarnos a mamporros con los lugareños, pero nos costaba bastante más quedarnos el tiempo necesario como para hacer algo de provecho. Somos así, que se le va a hacer.

Las remesas coloniales y los derechos de aduana nos mantuvieron a flote unos cuantos siglos pero, allá por 1800, estábamos demasiado ocupados intentando echar a los franceses como para impedir la emancipación de las colonias, así que ese flujo se fue marchitando. Por si eso fuera poco, la desamortización fue una tarea inconclusa y, para colmo de males llegamos tarde, mal y nunca -como decían en mi pueblo- a la revolución industrial. Todo eso, unido a nuestra tendencia a gastar lo que no teníamos en tonterías como las guerras carlistas, acabó sentando las bases de lo que con el tiempo sería nuestro rasgo nacional más definitorio: un déficit endémico ocasionado por un sistema tributario fallido, que nunca ha permitido hacer frente al nivel de gasto público que hubiera sido necesario para que el Estado ayudara a la modernización del país. 

El declive, que llevaba mucho siendo obvio, se hizo evidente una mañana de julio de 1998, cuando la guarnición española de Santiago de Cuba se rindió después de una batalla naval en la que los estadounidenses -al fin y al cabo unos recién llegados a la olimpiada de las naciones- nos derrotaron con una insultante superioridad. “Nosotros tenemos en Santiago de Cuba seis barcos viejos, malos y de poca velocidad; ellos tienen veintiuno, casi todos nuevos, bien acorazados y de mayor velocidad”, relata Pio Baroja en El árbol de la ciencia. Las soflamas de la prensa, la exaltación patriótica de los políticos y la ignorancia del populacho habían alimentado la llama de una guerra que de ninguna forma podía ser ganada y en la que moriría, entre muchos otros, un asturiano menos ilustre de lo que debiera, Fernando Villaamil, al que dedicaré la próxima entrada de este blog. 

La noticia del desastre llegó a España al día siguiente, domingo 17 de julio. El propio Baroja nos dejó una memorable pincelada de cuál fue la reacción del pueblo: “todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilos”. Ramón Gómez de la Serna, que entonces contaba con diez años, también recordaba esa misma sensación de insólita tranquilidad en un pasaje de Automoribundia, esa triste biografía que escribió en Buenos Aires. Y no les faltaba razón: fue una tarde de sol y moscas en la que muchos caballos acabaron destripados sobre el albero, en medio de los enfervorecidos aplausos del público. 

Muchos años después, en 2012, asistimos a un escenario en el que desde hace meses se viene mascando la intervención de España. Un país con seis millones de parados, una corrupción galopante, un par de Comunidades Autónomas que quieren establecerse por su cuenta, un déficit público disparatado y miles de jóvenes bien preparados que, como siglos atrás lo hicieran sus ancestros, se ven obligados a emprender el camino de la emigración. Ahora los toros ya no son lo que eran, pero el fútbol ha suplido con creces su espacio social. Los ciudadanos callan y otorgan cuando los sucesivos gobiernos les mienten sin recato, hacen lo contrario de lo que habían jurado y, al servicio de no se sabe que intereses, les recortan las pensiones, los sueldos o las prestaciones de desempleo; pero, en cambio, se soliviantan sobremanera si se le anula un gol a Cristiano Ronaldo o si a Messi le retuercen un tobillo de un pisotón.

Somos un país viejo y cansado que se asoma al otoño de sus días en medio de la indiferencia general.

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