Los otros




Pierre Villar -para los convergentes que me leen y que con frecuencia me obsequian con los más bellos epítetos en sus comentarios aclaro que es un historiador y no el cuñado del presidente de la federación española de fútbol- escribió hace tiempo que, por medio de algún tipo de mecanismo paradójico, las sociedades occidentales modernas, moldeadas por las revoluciones inglesa, americana y francesa, burguesas y racionalistas, han volcado sobre los nuevos valores patrióticos las pasiones religiosas más rancias de la edad media, o, en sus propios términos, el "apego a los tabues de los primitivos".

Algo parecido pensaba, hacia 1870, Pí i Margall -que, para los socialistas que me lean, aclaro que no era un alero del Joventut de Badalona-:

"Hoy día se quiere hacer de las naciones poco menos que ídolos; se las supone eternas, santas, inviolables; se las presenta  como una cosa superior a la voluntad de nuestra ascendencia, como estas formaciones naturales, obras de siglos. Hay que confesar que el hombre es esencialmente idólatra: arrancamos a Dios de los altares, echamos a los reyes de sus tronos, y vamos a poner ahora sobre los altares las imágenes de las naciones... »

Pí i Margall sabía bien de lo que hablaba. Por aquella época Castelar iba diciendo por ahí que la patria era "un organismo superior, una personalidad altísima" y Cánovas, sin morirse de vergüenza como hubiera sido menester dada la magnitud de la tontería, que "las naciones son obra de Dios".

Al nacionalismo español más ranciofact y casposo se le ha unido ahora un nuevo nacionalismo catalán de barretina digital que, por lo que parece, aspira a alcanzar las mismas cotas de estulticia. Ambos incurren hasta la nausea en lo que León Poliakof llamó la sociología de las casualidades diabólicas, que consiste en imputar a otros la culpa de todo lo que ocurre (o de lo que uno imagina que ocurre) con argumentos falaces, pueriles, demagógicos o absurdos: los catalanes se llevan todo el dinero, los españoles nos roban, en Cataluña los niños no pueden hablar castellano y en las tiendas sólo te atienden en catalán, en España no nos entienden y los andaluces son todos unos parásitos...

Este género de argumentos poco sofisticados, que se adhieren con gran firmeza -cual madre a hijo único- a los individuos de mentalidad más mongoloide y protosimia, han sido estimulados, sin duda, por la crisis económica. Se trata de un fenómeno que se ha repetido decenas de veces a lo largo de la historia, con grave peligro para la vida y la hacienda del chivo expiatorio de turno. Así, por ejemplo, la secuencia escasez /carestía de víveres/especulación de precios fue el desencadenante de diversos progromos antijudíos en un vasto periodo que se extiende desde la edad media hasta  (ay!!!) bien entrado el Siglo XX.

La influencia de la crísis es tan grande que incluso en un episodio de proporciones tan demenciales como el nazismo se observa la huella del ciclo económico. Así, entre el nacimiento y el estallido del movimiento nacionalsocialista hubo un periodo de remisión -casi de desaparición- del fenómeno entre 1925 y 1928, que coincidió con años de recuperación y de prosperidad en la Alemania de entreguerras. Luego llegó la crisis y, cabalgando sobre ella, lo hicieron los jinetes del apocalipsis y el horror.

Lo más triste de los nacionalismos es que sus devotos practicantes, absortos en la contemplación de los accidentes geográficos de su propio ombligo, olvidan que toda ética superior pasa por el abandono de la procedencia geográfica y la superación del etnocentrismo cultural como condición indispensable para la transformación del sujeto. El idiota, según la etimología griega, es aquel que vive encerrado en lo particular y por eso el budismo propone la áscesis del abandono de todo lo corporal, el estoicismo promueve un exilio global del alma e incluso el cristianismo o el islam postulan una ética de la peregrinación.

Pero claro, querido amigo, explícale tú algo de eso a Wert o a un Director General de CIU y luego vas y me cuentas la cara que te ponen. Lo peor de todo es que, sin ningún género de dudas, creerán que el idiota eres tú.

Y, la verdad, si juzgamos el asunto por cómo les van las cosas a ellos y cómo nos van a nosotros, tampoco hay que descartar que tengan un poco de razón.


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