Un lastimoso error de cálculo
La realidad no sólo es más
fantástica de lo que pensamos, sino también mucho más fantástica de lo que
podamos imaginar”, escribió hace años el biólogo Haldane.
Hace uno años, que no son
muchos, pero que vistos en perspectiva parecen demasiados, viajando desde
Barcelona a Asturias para enterrar a mi abuelo en un vuelo regional por el que
la compañía Iberia tuvo a bien extirparme la módica cifra de 600 euros, tuve ocasión
de conversar con un empresario de éxito, antiguo compañero de carrera y
reincidente repetidor de curso en la facultad, que me invitó a sentarme junto a
él en primera clase.
Corrían por aquel entonces
los últimos días del gobierno de un señor con bigote bastante enfadado, uno de
cuyos parientes políticos -entonces de actualidad porque acababa de contraer
matrimonio en una boda que parecía recortada de aquellas páginas grises y
rancias de la sección de Sociedad del Hola en las que se relataban, con una
auténtica diarrea adjetivatoria, los casorios y puestas de largo de los
distinguidos benjamines de la aristocracia patria- acabaría siendo, por pura
casualidad, tema de conversación.
“¿Ese? Ese no estará
tranquilo hasta que junte cien millones”, exclamó mi interlocutor, con la
suficiencia característica de las gentes acostumbradas a frecuentar los foros
en los que se deciden las cosas importantes. “¿Cien millones de pesetas?”,
pregunté yo, escandalizado por una cifra que no dejaba de parecerme una barbaridad.
Al oírlo me miró con aire de superioridad, ese que se destina a aquellos
individuos que no saben absolutamente nada de nada y que si son capaces de
sostenerse en pie es por pura casualidad o porque ese día no hace mucho viento;
chasqueó los dedos a la azafata para que le sirviera otro whisky, lo bebió con
lentitud mientras disfrutaba de aquella pausa dramática admirando con poco
disimulo las perfiladas pantorrillas de la rubísima aeromoza y añadió, con aire
displicente:
“¿De pesetas? No, amigo mío,
no seas idiota. De euros. Cien millones de euros”, me contestó. Y te aseguro
que piensa conseguirlos sin dar un palo al agua, añadió sin pestañear.
Al correr el tiempo, con
el relato que la prensa iba haciendo de las aventuras del susodicho, fui dándome
cuenta de que aquella predicción había sido un error.
Un error de cálculo por
defecto, naturalmente.
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