De los peligros de la comida basura

 
 
El día en que por fin lo dejamos me quedé muy jodido, pero ya saben que yo soy un tipo de una pieza, de esos que nunca se vienen abajo, así que lo llevé con toda la dignidad que pude y además, para que nadie se diera cuenta, me esforcé en hacer un trabajo de primera, absolutamente impecable. Si mal no recuerdo mis superiores me felicitaron por el operativo de ese día. Esa tarde me quité el uniforme, lo doblé despacio, lo metí en la bolsa de deporte, me puse la misma camisa de rayas moradas que llevaba la primera tarde que nos vimos y me fui a casa dando un largo paseo por la orilla río, intentando que la luz del sol me aliviara el peso de la melancolía. Ya estaba llegando, no faltaban ni quince metros, cuando un chico se acercó a toda velocidad montado en bicicleta y sin llegar a detenerse del todo me alcanzó un folleto publicitario de comida rápida. Al principio no le presté mayor atención y lo dejé sobre la mesa de la cocina entre el resto del correo. Luego mi mujer me llamó por teléfono y me dijo que seguramente regresaría tarde y que les preparara algo de cenar a los niños. En ese instante me acordé del folleto y me pareció una buena idea pedir algo de comer, calculando que así todo estaría listo para cuando ellos volvieran de la piscina. Lo rebusqué, lo encontré, lo cogí, marqué el número e hice el pedido. Ya iba a dejarlo sobre la mesa de nuevo cuando reparé en la foto de la chica que servía de reclamo publicitario a aquellas ofertas de hamburguesas y batidos hiperglucémicos. Era idéntica a ella. Casi juraría que era ella. Sólo entonces, por primera vez, me di cuenta de cuánto la quería y de cuánto iba a echarla de menos y sólo entonces, por primera vez en muchísimos años, me eché a llorar desconsoladamente, como lo hacía cuando todavía era un niño pequeño al que nadie obligaba a ser perfecto e impecable. Un niño que, si hago memoria, lloraba de vez en cuando, pero que juraría que sonreía bastante más a menudo de lo que lo vengo haciendo ultimamente.
 

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