El otro lado
Hay un momento en Avatar en el que la existencia del protagonista, Jake Sully, comienza a dar vuelta sobre si misma como un calcetín usado. Hasta entonces, a lo largo de semanas o meses, no lo sé con exactitud, Jake ha estado viviendo cada noche la vida de su avatar, el gigante azul de ojos saltones que deambula sembrando el caos como un bebé ruidoso por la selva alienígena de Pandora.
Pero ocurre que esa vida que vive a través de una persona interpuesta está llena de emociones -se enamora, vuela a bordo de un pajarraco azul-verdoso, es un guerrero del clan de los Omaticaya-, mientras que en la otra, la real, es sólo un ex-marine con las piernas paralizadas por una lesión medular, así que lentamente, día a día (o noche a noche) el péndulo de sus emociones se mueve de un lado al otro, hasta que llega un momento en el que siente que al despertarse es cuando entra en la irrealidad, porque su auténtica vida ya es la que tiene lugar mientras duerme. Entonces pronuncia la frase que más me gusta de toda la película: "ahora todo está del revés", como si lo otro fuera la vida real y esto, su vida de siempre, no fuera más que un sueño.
Escribir es un poco así. La realidad va y viene a tu alrededor con más o menos normalidad: el tráfico, el cine, los viajes, el carrito de la compra, tu pareja, tus padres, los hijos, tus amigos, tus enemigos, tus ex-mujeres, tus compañeros de trabajo y tus hipotecas. Pero ahí dentro de ti, cuando llega la noche, hay una habitación cuya puerta sólo tú puedes franquear. En ese lugar estás solo y no hay reglas, pero, para compensar, tampoco hay obligaciones y todo es posible, todo es nuevo, todo acaba de comenzar justo en ese instante.
Y entonces escribes, porque escribir es tu forma de transportar a este lado de tu vida los rescoldos todavía humeantes de lo que sucede en ese otro universo interior al que nadie puede asomarse contigo. Y también, en cierto sentido, porque es tu forma de redimirte de esa doble existencia que siempre está ahí, vigilante, justo al borde de tu realidad, doblándola sin querer con su enorme fuerza de atracción gravitatoria, haciendo que te acuestes tarde y a deshora, que escribas cosas que a nadie le importan, que tengas ideas absurdas y que veas todo lo que sucede a tu alrededor como estuvieras colgando cabeza abajo, un poco del revés, un poco de otra manera que mucho me temo que no serías capaz de explicar en el improbable caso de que alguna vez quisieras hacerlo.
PD: Cuando muera, que no será muy tarde, porque siempre presentí que no tendría una vida larga y acepto ese destino con deportividad, quiero que me incineren y que algún alma caritativa arroje mis cenizas en el agua del Tajo a su paso por Lisboa. Así, lentamente, el agua las arrastrará hasta el atlántico y no es imposible que un día una partícula infinitesimal de esas cenizas llegue a una playa de la costa de Asturias, la misma en la que un niño que llevaba mi nombre correteaba de pequeño.
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