Princesas nerviosas



La tarde antes de conocerle ella vomita de puro nerviosa porque el chico le gusta mucho y además no parece completamente idiota, como tantos otros de esos que se encuentra cada día en el trabajo, en internet, en la cafetería y en todas partes, así que selecciona durante tres horas su ropa con el objetivo de que parezca elegida al azar, como si nada de lo que va a ocurrir esa noche fuera premeditado, como si no hubiera pasado la noche anterior medio desvelada y sin poder sacarse de la cabeza la idea de que quizás todo vaya mal y resulte que al final él no le gusta o que ella no le gusta a él o, peor aún, que todo vaya tan de maravilla que se quede bloqueada y no pueda ni articular palabra, de forma que él llegue a la conclusión de que ella es idiota o está tarada o vaya usted a saber qué cosa, porque los hombres son seres primitivos y tienen el cerebelo acorazado por una masa cornea diseñada para amortiguar los golpes pero que les resta espacio para acomodar las neuronas y, además, por alguna razón que los neurólogos todavía no han averiguado, son incapaces de expresar cualquier emoción compleja, si exceptuamos (siendo muy generosos) esa alegría gregaria e infantil que les sobreviene cuando acontece un gol de su equipo favorito o ese deseo furibundo y más bien bárbaro de quitarle la ropa exterior e interior (no necesariamente por ese orden) a la rubia que conduce el autobús de la línea 23 para darle lo suyo; así que en realidad no hay forma de saber que carajo es lo que está pasando en el subsuelo de esos ojos que ahora te sonríen desde el otro lado de la mesa como interrogándote con ironía y del todo ajenos al hecho de que si sigue ahí, mirándote de esa forma un minuto más, no tendrás más remedio que salir corriendo como la princesa del cuento, con la única diferencia de que si te dejas un zapato en el camino tú calzas un muy standard y nada original número treinta y ocho comprado en la tienda online de Zara después de probarte también el número treinta y siete en la tienda de la Calle Mayor por si acaso se te acomodaba mejor, así que ya me contarás como va a apañarselas el príncipe para localizarte, tardará toda una vida en ponerle y quitarle el zapato a media ciudad y acabará encontrándote cuando tengas setenta y ocho años y ninguno de los dos sea ya aprovechable para el asunto del amor (salvo que caiga en la cuenta de que el zapato es de Zara y que puede llamar a Amancio Ortega para preguntarle, que ese señor sabe de logística lo que no está en los escritos, pero, con franqueza, yo no esperaría tanto de ningún hombre). 


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