No saber



Ahora que la noche devora la pulpa de las calles y disuelve la viscosa sensación de vecindad me ha dado por pensar que una de las mayores paradojas de la vida consiste en que se espera de nosotros, como adultos responsables que se supone que somos, que actuemos con determinación, que afrontemos los problemas y que tomemos decisiones con la jerarquía y solemnidad con la que presumiblemente lo haría el capitán de un submarino en el fragor de la batalla. 

Pero lo cierto es que casi nunca tenemos la menor idea de cuál es, en una situación concreta y particular, la mejor solución, la que producirá menos daño o la que acabará resultando menos estúpida. Por no saber muchas veces ni siquiera sabemos si algo es real o irreal (como la existencia de señores con gabardina que, al parecer, regalan caramelos con droga a las puertas de los colegios o la anunciada pero nunca verificada disolubilidad de los grumos de Cola-Cao en la leche fría) así que no nos queda más remedio que aprender a vivir disimulando esa inseguridad que nos acompañará hasta el día en que, en una habitación frente al mar desde la que quizás se escuchen los gritos indiferentes de las gaviotas y de los niños, empecemos a morir y descubramos que, para variar, tampoco tenemos ni idea de por qué carajo nos ocurre eso precisamente a nosotros.

PD. Los niños son conscientes de que no saben muchas cosas y por eso preguntan tanto. Los adultos, en cambio, suelen comportarse como si tuvieran una respuesta para todo (por muy estúpida que sea esa respuesta), porque piensan que si no la tienen o no hacen parecer que la tienen, se les considerará tontos y, por supuesto, nadie quiere parecer tonto. La experiencia indica, no obstante, que los únicos tontos son los seres humanos que creen que lo saben todo, que además, siempre acaban resultando de lo más peligroso para la vida y la hacienda de sus semejantes.


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