La memoria del corazón
Ese edificio rojo que se divisa a la derecha de la imagen es el Instituto Público de Candás, en el que estudié desde los 14 años BUP y COU hasta que me matriculé en la Facultad de Derecho. Del Instituto recuerdo un buen puñado de buenos amigos que espero vivan muchos años y sean muy felices (Jose Manuel Tejero Fernández, Carlos Pico Rodríguez, Jose Ángel Suárez Medina, Victor Manuel Muñíz Martínez -que hizo toda la carrera de derecho conmigo-, José Manuel Benito y alguno más que seguro que ahora se me olvida).
También los largos trayectos en autobús de ida y vuelta hasta mi pueblo, los días de lluvia, que visto en perspectiva me parecen infinitos, los primeros amores con chicas que ahora, treinta años después, seguro que son profesoras, enfermeras o vaya usted a saber qué cosas, los partidos de baloncesto en las horas muertas que me hacían llegar a clase empapado de sudor y opositando a infección bronquial, el acre olor del ocle extendido sobre los prados, las gaviotas que lo sobrevolaban siempre altas, siempre lejos, imposibles, los pinos del monte que apuntaban al cielo rectos como dedos verdes, el peculiar y agudo acento de los candasos -muy distinto del de mi pueblo, pese a que estábamos a menos de diez kilómetros de distancia-, el espanto que me producían las clases de matemáticas y la sinuosa musicalidad del latín que algo en mi cerebro descifraba sin ninguna dificultad, como si hubiera nacido en la Roma clásica.
En general, si miro hacia atrás, hacia aquella época, siento una especie de pena cuya naturaleza me resulta esquiva. No es añoranza, desde luego: por nada del mundo querría volver a ese tiempo. Quizás se trate, como diría un fadista, de saudade: ese sentimiento parecido a la melancolía estimulado por la distancia física y temporal y que va acompañado de la intuición de que no es posible regresar a aquello que se extraña. No se trata sólo de que no volveré a tener 16 años, se trata de que al abandonar Asturias con veintipocos años, por mucho que ahora me alegre de haberlo hecho, dejé atrás todo lo que conocía: mi familia, mis amigos y, en general, todo lo que había sido mi existencia anterior.
La vida consiste en elegir y en aceptar que incluso cuando ganamos, inevitablemente, también perdemos. Esa pérdida de esa otra vida no vivida es, intuyo, la raíz de esa pena. Los galeses lo llaman hiraeth (el sentimiento de haber perdido algo que un día fue nuestro), en asturiano recibe el nombre de señardá (el dolor de aquel que vive alejado de sus raíces, como la morriña gallega) y los rumanos usan la palabra dor para referirse a esa sed del alma que añora los caminos que no recorrimos, que se duele de todo aquello que no salió como hubiéramos querido, de todo que fue quedando atrás.
Intuyo que esa pena es todo eso y algo más: no es sólo una forma más o menos abstracta de melancolía, sino la conciencia de la lenta e inexorable fractura que el tiempo va abriendo dentro de cada uno de nosotros y la memoria que el corazón, que como es sabido tiene sus propias leyes y resortes, guarda en lo más hondo esa grieta de las cosas que ocurrieron y de aquellas que (ay!) no llegaron a ocurrir.
PD. A veces me gustaría tener alma de interventor o de contable: preocuparme de cosas tangibles, seguir las normas, ser una persona de orden, anotarlo todo, ser capaz de hacer balance de pérdidas y ganancias. Pero, por fortuna, se me pasa enseguida: cada vez que he intentado llevar algo parecido a una agenda he empezado por no anotar nada, luego, con el tiempo, la uso para hacer dibujos en los ratos de aburrimiento y, casi siempre, acabo perdiéndola o regalándola con la esperanza de que el beneficiario sepa darle mejor uso que yo. Que se le va a hacer.
Eran ocalitos
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