La masa tonta



He leído que el otro día, durante la gala televisiva en la que se seleccionaba al candidato que representará a España en el próximo festival de Eurovisión (un asunto de vital trascendencia) la cosa acabó con un festival de abucheos, insultos, cortes de manga e incluso con la agresión por parte del público a uno de los miembros del jurado. 

El suceso ratifica mi impresión de que la auténtica especialidad de los españoles no es ni la paella, ni la siesta, ni el saqueo de bienes públicos, sino el frentismo. Nos encanta formar bandos, partidos, corrientes, equipos y grupos para pelearnos entre nosotros con cualquier excusa (un partido de fútbol infantil o la elección del alcalde de un pueblo de Soria tan diminuto que ni siquiera aparece en Google Maps). 

Lo que de verdad nos pone a cien no es ni la política ni el fútbol, sino encontrar una excusa para sacarle los ojos al prójimo -a poder ser el vecino o el del pueblo de al lado- con una cucharilla de café. Donde estén el fanatismo, la fe ciega y, si es posible, una buena ración de hostias, que se quiten la educación, los principios, la mesura y la urbanidad.

No se si lo he contado alguna vez (seguro que sí porque me repito más que la cebolla cruda) pero dejé de ir al fútbol porque no soportaba a la gente. Así, tal cual. En cuanto empezaba el partido todo el mundo a mi alrededor, sin distinción de géneros, edades ni clases sociales, se ponía a insultar a alguien (a los jugadores rivales, al árbitro, al entrenador del equipo rival, a los jugadores del propio equipo o al primero que pasaba por allí) como si con el pitido inicial se hubiera decretado el fin de la civilización. La bilis del público era tan espesa y tan grasienta que creo que hubiera resultado fácil envolverla en papel de fumar y prenderle fuego.

Entretanto, yo, que por mucho que me lo propusiera no encontraba motivos para insultar a nadie, me quedaba allí varado como un alienígena en medio de un centro comercial, entre sorprendido y asustado al comprobar que estaba rodeado por una jauría de fieras que trataban de exorcizar sus frustraciones personales tomándola con la madre de un señor que correteaba vestido de negro y en calzón corto por un prado.

Siempre he sido un antisocial. Eso no es una virtud, es un defecto. Pero en esa antisocialidad late una (triste) realidad: la masa idiotiza al individuo y cuanto mayor es la masa mayor es la intensidad de esa idiotización. La sensación de pertenencia a la manada deja en suspenso las facultades cognitivas de los seres humanos y yo, que por algún azar genético soy incapaz de disolverme en masas, colectivos, creencias religiosas, naciones y todas esas abstracciones que tanto enfervorizan al personal, no puedo evitar sentirme, en esas ocasiones, en medio de tanta gente, más lejos de todo y más solo que nunca. 

PD. Si alguna tienen la ocasión de asistir a un partido de fútbol infantil, alevín o cadete podrán comprobar de primera mano qué es lo que ocurre cuando se reúne en un recinto más o menos cerrado a un grupo de padres y madres convencidos de que sus hijos han sido dotados por la madre naturaleza con unas habilidades balompédicas que para si hubieran querido Garrincha y Maradona. Sólo les diré que la niña del exorcista al lado de los susodichos progenitores parece Santa Teresa de Jesús reencarnada. 


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