Mi barbero y el Viti: dos señores




De pequeño yo no iba a una peluquería: iba a la barbería de El Empalme, en el cruce de la carretera de Candás con la de Gijón-Avilés.

Allí me esperaba con aire circunspecto y mirándome desde lo alto un señor huesudo, de orejas con tendencia al separatismo y pelo engominado que me sentaba en una silla de porcelana y que apenas me dirigía la palabra mientras me cortaba el pelo a tijera, casi sin moverse del sitio, con una precisión y una economía de movimientos que hubieran sido la envidia de cualquier cirujano pediátrico.

Alrededor, colgadas de las paredes, recubriendo las vitrinas -por todas partes- había fotos de chicas en pelota arrancadas de revistas de la época y, entremezcladas, un puñado de instantáneas a cuatricolor de un torero de su tierra, el salmantino Santiago Martín "El Viti".

Como secuela de una cogida siendo novillero, El Viti no podía estirar el brazo del todo y eso acabó por conferirle un estilo peculiar e inimitable, ya que tenía que suplir con el juego de la muñeca el defecto de extensión del codo.


Para torear así, con el brazo a la virulé y con aquel estilo sobrio y exacto, era preciso ser un superdotado. Y el Viti lo era.

Pese a su carácter sobrio y aquijotado, fue uno de los favoritos en La Maestranza de Sevilla, las Ventas y La Monumental. Los críticos le llamaban, jugando con sus iniciales (S.M.) su majestad El Viti por su serena gravedad y el empaque señorial con el que se desenvolvía, tan alejado de las concesiones a los tendidos y de los artificios histriónicos de muchos de sus colegas de profesión.

Y es que El Viti era eso: un torero hondo y templado con la solemnidad de un campanario castellano que se eleva en silencio sobre la raya del horizonte en uno de esos días en los que un frío de navaja barbera atraviesa las esquinas y hasta el tiempo se aquieta y se dobla al sobrevolar el paisaje.

Para entender la naturaleza del personaje basta un breve extracto de una entrevista:

P.- ¿Usted siempre ha sido tan solemne?
R.- ¿Solemne? No lo sé. Yo lo que nunca tenía es prisa.

El caso es que ha pasado el tiempo y ahora ya no vamos a la barbería: vamos a la peluquería.

La última vez que accedí a ser trasquilado aquí en Lleida, un individuo al que nadie osaría confundir con un heterosexual estuvo dando vueltas y más vueltas a mi alrededor durante más de media hora, acompañando cada movimiento con singulares cabriolas y rítmicos espasmos que me recordaban vagamente a los rituales de apareamiento de algunos primates africanos que emite La 2 a la hora de la siesta. En conjunto y contemplada a cierta distancia, se trataba de una curiosa ceremonia que un observador menos avezado podría haber confundido con una primitiva danza tribal de celebración de la cosecha o de invocación de la lluvia, pero que, al final, resultó ser nada más que un corte de pelo convencional y, la verdad, más bien regular tirando a malo, pese al exuberante despliegue de aspavientos con los que había sido ejecutado.

Presiento que, de alguna forma, la metamorfósis que va de mi peluquero del pueblo a este estilista circense de pacotilla y del Viti a Jesulín y tantos otros feriantes de tómbola que ahora se hacen pasar por maestros del toreo o por expertos en economía internacional (no siéndolo ni unos ni otros), ejemplifica y resume algún rasgo sustantivo de todos estos años de exageración, estilismo fatuo de terminales aéreas y puentes colgantes y, en general, de derroche personal y presupuestario que nos han conducido a esta infausta coyuntura en la que nos hallamos y en la que, como perros acosados por las pulgas, apenas empezamos a rascarnos el lomo, ya nos llueve otro picotazo en la barriga.

PD. Años más tarde alguien me comentó que aquel barbero había sido, en su juventud, mozo de espadas de su paisano el Viti cuando este comenzaba su carrera como banderillero. No se porqué pero la noticia no me sorprendió: ambos ejecutaban sus respectivas suertes con el mismo estilo sucinto y exento de majaderías.

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