Un Audi


El otro día alguien me contó que un amigo le había regalado a su hija, para celebrar su dieciocho cumpleaños, un Audi nuevecito de trinca. En la narración había un reproche implícito (un Audi!) y debajo del reproche latía un mal disimulado poso de envidia (un Audi!). 

Una de la paradojas de la vida es que, por mucho que corras, siempre hay alguien que corre más que tú, así que si te dejas arrastrar por la envidia nunca te faltará material de trabajo: estoy convencido de que no te resultará difícil encontrar a alguien que tenga algo que a ti te gustaría tener, a alguien más alto, más guapo y con más don de gentes o que baila mejor la danza del vientre. 

A mis dieciocho años hubiera querido tener un Audi. Miento, hubiera querido tener dos. Y mucho dinero. Y que Lana Turner y Marilyn Monroe se pelearan por mi amor golpeándose con un calcetín sudado. Querer cosas bonitas es lo más natural del mundo y, que duda cabe, el deseo el motor de la economía de mercado y lo que hace girar la rueda del mundo. Por eso no encuentro ningún reproche moral en el hecho de que un padre que puede hacerlo le regale un Audi a su hija.

Tengo la certeza -aunque sólo la he visto un par de veces durante no más de cinco horas en total- que la muchacha en cuestión es tonta de remate, pija en la modalidad cuasivomitiva y borde a más no poder. Pero nada de eso es culpa del coche. Seguramente todo empezó a fraguarse mucho antes, cuando una niña se convirtió, con la inestimable colaboración de unos padres propensos a la sumisión y la idolatría, en un pequeño sátrapa capaz de hacer realidad todos sus deseos con el sencillo truco de enfadarse por todo. 

Hay un corto de Spielberg (si no recuerdo mal) en el que un niño con poderes paranormales tiene aterrorizado a todo un pueblo. Todos se someten a su voluntad porque esa voluntad es capaz de obrar cualquier prodigio y de causar males inimaginables. El niño es, como todos los niños, caprichoso, pero sus caprichos son terribles: puede hacer explotar a una persona o cegarla con sólo desearlo. 

Intuyo que hay bastantes niños que están dotados de una versión algo atenuada y más doméstica de esos poderes. Sería fácil y resulta tentador culpar a sus padres. Hilando fino es probable, incluso, que resulten imputables a título de colaboradores necesarios. Pero no se trata sólo de ellos. Vivimos en una sociedad que idolatra el dinero y por eso, de su padre, que es un individuo con menos personalidad que un espantapájaros, se dice que es un tío "que gana mucha pasta" y de su madre, que es una loca de atar que te mira sin decir palabra con una expresión ambigua pero que bien podría ser la de alguien que esta ultimando los detalles de tu asesinato, se dice que si, que efectivamente no es muy locuaz, pero que "tiene un chalet impresionante en Castelldefels".

El dinero opera una poderosa metonímia: a los ricos se les mide por lo que poseen, no por lo que son. Sea lo que sea, una persona con dinero es... una persona con dinero aunque, como decía Saul Bellow, ese dinero haya sido conseguido escarbando en la tumba de la abuela con el cuerpo de la finada aún caliente. El dinero convierte en accesoria cualquier otra consideración. Por eso la niña quiere un coche, porque, ya puestos, es mejor que el mundo te vea como la solvente conductora de un Audi recién matriculado que como a una mema integral incapaz de hacer la letra O con la ayuda de un molde esférico (o de un canuto, como se decía antes de que apareciera Master Chef).

A mi el asunto me produce mucha hilaridad. Estoy convencido de que nuestra recién motorizada jovencita nos acabará deparando grandes momentos de asueto y diversión (pueden tener la certeza de que por grandes momentos no me refiero a ningún descubrimiento científico relevante, con la posible excepción de que gracias al estudio de su ADN se pueda llegar a aislar el gen de la merma) y espero llegar a tener noticias de ellos. Cuando tal cosa ocurra no tengan la menor duda de que se lo haré saber, así que permanezcan atentos a sus receptores. La cosa promete.

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