Borrell tiene razón



El exministro del PSOE José Borrell lamentaba ayer que los Gobiernos socialistas no hubieran sido capaces de llevar a cabo algunas de las reformas que ha puesto en marcha el ejecutivo de Mariano Rajoy, como la reducción de sueldo de los directivos de entidades bancarias que reciben ayudas públicas o la dación en pago. “Desgraciadamente" ha tenido que ser un Gobierno del PP el que haya "limitado el sueldo de los banqueros", señaló el ex-candidato socialista.
El argumento de Borrell ratifica algo que sostengo hace tiempo: el PP hace cosas discutibles -con frecuencia auténticas sandeces oportunistas- pero las hace.

El PSOE, en cambio, es pura inacción:  un conjunto de individuos que se llenan la boca hablando de progreso e igualdad, pero cuya única actividad empíricamente observable parece ser mantenerse en el poder a toda costa,  evitando, para conseguirlo, cualquier medida que juzguen impopular, que resulte polémica o que pueda atraer demasiada atención por parte de la opinión pública -ya se sabe que el que se mueve no sale en la foto-.

Las raíces de este fenómeno son hondas y plurales: procesos de selección en los que prima el amiguismo y la adscripción grupal o territorial sobre la competencia profesional, una cultura del consenso-pacto que suplanta o ralentiza la toma de decisiones y, en particular, una dejación moral e ideológica que empieza olvidando lo que significaba ser socialista (esa pasión por la igualdad de oportunidades, en palabras del propio Borrell) y acaba confundiendo gestión con supervivencia, chalaneo y tacticismo.

Lo peor es que no me parece que el PSOE sea consciente del problema y así, sin diagnóstico, la cura resulta improbable.

Rubalcaba aspira ahora a ser la imagen especular de Rajoy, en la idea que la que la misma crisis que devoró al PSOE vaya erosionando al PP. Seguramente si espera lo suficiente acabará por conseguirlo, pero para reencontrar el voto del electorado de izquierdas necesitará mucho más: recuperar, para empezar, una voluntad radical (sí, radical) de transformación social que siempre ha sido patrimonio de la izquierda y que exige levantar ampollas, pisar callos y meterse en charcos. Tomar decisiones, hacer cosas que mejoren la vida de los ciudadanos, defender a los más débiles, impedir los abusos de los poderosos y velar por el interés de todos.

Para esa tarea sobran, no hace falta decirlo, Leires Pajines, Pepiños Blancos y otros indocumentados de variopinto pelaje. Pero eso, siendo importante, no lo es tanto como recuperar el norte: saber a dónde queremos ir y qué tenemos que hacer para seguir ese camino.

No es, en efecto, cuestión de personas. Se trata de ideas: de tenerlas y de sostenerlas sin enmendarlas todo el rato. Y, de entre todas esas ideas, se trata también de rescatar una que, siendo fundamental, los socialistas parecen haber olvidado: la política no es una herramienta para alcanzar y mantener el poder, sino el instrumento a través del cual se hacen valer las ideas que un día nos hicieron dignos de llamarnos socialistas.

Borrell tiene razón. Y es probable que nunca haya dejado de tenerla.

PD. Siempre he apreciado la capacidad para expresar lo que uno piensa por encima de conveniencias, oportunidades, prejuicios, clamores de las masas, lugares comunes, trivialidades y convenciones sociales. Los que así lo hacen se granjean a buen seguro algún que otro enemigo y quedan bastante a la intemperie -la soledad del francotirador-, pero intuyo que ahorran bastante en psiquiatras, viagra y omeoprazol.

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