Sombras


Esto que voy a contar no es broma ni ficción. Podría serlo, pero no lo es en absoluto.

Cada noche, cuando me siento a escribir, a eso de la una de la mañana, veo una sombra gris en la terraza que, pese a su considerable tamaño, que excede bastante el de una  persona de complexión normal, se mueve con  rapidez de izquierda a derecha hasta quedar fuera de alcance de mis ojos.

No la veo directamente, sinó a través de su reflejo en el espejo del salón que tengo frente a mí.  La escena dura unos dos o tres segundos y se repite siempre con pequeñas variaciones de posición y velocidad.

Hace meses que sucede. Al principio me parecía extraño -en la terraza de un tercer piso a esa hora de la noche no hay nada y no puede haber nada- pero luego, a fuerza de verla, he acabado por acostumbrarme y, aunque sé que debe sonar bastante raro, ni siquiera me siento incómodo cuando ocurre.

Esta noche ha vuelto ha suceder. Pero ha ocurrido algo distinto.

Yo había apagado la televisión y escuchaba una canción en el MP3 (Barefoot Blue Jean Night, de Jake Owen). Cuando la canción acabó levanté los ojos y volví a ver la sombra pero, esta vez no se movía, me miraba fijamente y emitía un sonido.

Al principio era casi imperceptible. Pensé que era el viento, pero no había viento.

Era un sonido suave, ululante. Un sonido que nada de este mundo produce o que, al menos, no produce nada de este mundo que yo conozca.

Lo estuve escuchando un buen rato. O al menos eso me pareció. Entonces, la sombra se desvaneció y el ruido cesó de repente.

Acabo de mirar el reloj y es la una y veinte de la mañana.

He vuelto a encender la tele.


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