Carreteras secundarias



Me gusta viajar por carreteras secundarias, más cerca del paisaje, entre álamos amarillos que se levantan sobre la tierra mojada. Dejar atrás las autopistas permite adentrarse en lugares que sólo existen en los almanaques y es, también, una forma de afirmar que nos sobra el tiempo para callejear por los vericuetos de nosotros mismos.

Ayer ella me vio por televisión. Vino a verme y me dijo que hubiera preferido no encontrarme. Erizando el dedo como un mástil repetía una y otra vez que no voy a cambiar nunca y que así me va. Yo, sin decir nada, la miraba como se mira al mar o al infinito. Ojala hubiera una forma de corregir esa distancia y de explicarle todo aquello que nunca hemos compartido.

Hay ceses en mi Ministerio. Escucho rumores de luces encendidas y una turbia silueta pasa frente a mi con los ojos de un gato que acaba de recordar que la vida tiene pétalos y, a ratos, también espinas. Nadie dice nada y yo, sentado frente a la ventana, comparto la jubilosa llegada de la tarde.

Todos los sueños se corrompen en el cuchillo de la luz cuando amanece. Todo -la cobardía, el sueño, la nostalgia- se desdibuja en un murmullo. Al amanecer todos somos prisioneros en una ciudad sitiada, habitantes de un país inhóspito que nadie se ha atrevido a fundar.

He vivido entre libros y ataques de asma, entre lecciones de latín y geografía, en autobuses con siglos de retraso y bares de estaciones que no caben en los poemas. La fábula tiene hoy otros personajes: hipotecas, melancolía, algunos fracasos no necesariamente menores y la sensación de que, pese a todo, no ha llegado el momento de darme por vencido.

Sueño siempre con sus ojos de nieve y jazmín, que me miran extrañamente abiertos en un largo pasillo de viajeros que dormitan en penumbra.


Hay un cielo ahí fuera
con sus planetas visibles colgando
Hay un mundo visible
con un decorado de feria
y una montaña de vidas
que con respirar ya se conformarían
y el toro negro de Osborne
recortado sobre el horizonte.

Manolo García (Por respirar)

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