Del amor y otras mercancias perecederas



El amor nos ayuda a resolver problemas matemáticos: amando aprendemos a despejar la incógnita de tu marido, que está en otro continente construyendo el Canal de Panamá y que tanto nos estorba, el pobre, sin saberlo; a sobrevivir con el corazón dividido a esas tardes revestidas de tedio en las que la melancolía se multiplica exponencialmente por todos los rincones del alma y a compensar los saldos de tristezas y alegrías con la secreta esperanza de que al final haya una respuesta correcta, una salida airosa, un resultado que merezca la pena, un producto interior que no sea del todo bruto. Algo, lo que sea, que haga que todo esto tenga sentido. 





Desde que tengo uso de razón mi única vocación (si es que tengo de eso, que no es seguro) consiste en convertirme en funcionario en una remota dependencia colonial. Imagino un puerto fluvial del que los barcos parten muy de tarde en tarde rumbo al este y al que no regresan jamás; una especie de Lisboa meridional y decadente llena de relojes atrasados en la que la única forma de diversión consiste en examinar la prominente curva de tus pechos mientras estampo un sello de tinta azul sobre unos formularios de aduanas y, contemplando vagamente al horizonte para hacerme el interesante, apurar mi copa de licor en homenaje a un mar que apenas se presiente al otro lado de los manglares y que, sin embargo, anega de humedad hasta el aliento de los caimanes. 





Mi abuelo Arturo no me contaba historias de dragones, princesas y naufragios, pero me enseño un puñado de cosas que aún recuerdo: que aceptar la derrota no la atenúa pero que amortigua el dolor; que sufrir no vale la pena ni siquiera por amor; que la gente no cambia, solo deja de fingir o comienza a hacerlo y que casi todo lo que sucede es inevitable, como esa lluvia que cae despacio y casi no se nota, pero que te va calando los huesos y atraviesa una a una todas las cicatrices del alma. Mi abuelo Arturo tenía los ojos vivos y alegres y cuando me cogía de la mano con sus dedos huesudos yo caminaba por la única calle de mi pueblo sintiéndome como un príncipe oriental, completamente ajeno al dolor, la pena y el miedo.

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