Puertas que no llegamos a abrir
La política me gusta desde que, mucho antes de saber leer, me sentaba a ojear el periódico (nunca mejor dicho) en mi bacinilla azul. Pero el caso es que, para que nos vamos a engañar, yo condiciones, lo que se dice condiciones políticas, tengo las mismas que para el medio fondo: ninguna. Para empezar, los mítines, las reuniones multitudinarias y las masas que no sean de hojaldre me producen espanto y estupefacción a partes iguales, tanto que ni siquiera voy al fútbol para no tener que escuchar sandeces que me recuerdan que nuestro periplo evolutivo desde el mono todavía está lejos (ay) de su última estación. Además, soy de vómito fácil, lo que me impide tragar cualquier cosa y tengo, aunque esté mal decirlo, una memoria excelente y una incontinencia verbal a prueba de bomba, así que acabarían teniendo que amordazarme para preservar la unidad del partido cuando, como suele ocurrir, alguno de los líderes empezara a proclamar como una verdad inmutable justo lo contrario de lo que prometía anteayer.
A lo mejor todo esto es un prejuicio mío y es posible que, poco a poco, lentamente, me hubiera ido adaptando, hasta que un día apareciera una ventana emergente en mi cerebro que me avisara de que la realidad había completado su instalación. El caso es que a estas alturas de la película no tengo ninguna intención de averiguarlo, pero, si quieren que les diga la verdad y nada más que la verdad, algunas veces, cuando paso al lado de la sede del PSC, que está a menos de diez metros de mi trabajo, me quedo mirando esa puerta como si se tratara de una de las puertas de embarque de un aeropuerto y allí, al otro lado de un largo túnel con escaleras mecánicas, hubiera un avión que estuviera a punto de despegar con rumbo a un destino que jamás llegaré a conocer. Como si, entre toda la hojarasca del pasado removida por el viento, escuchara protestar a una de mis vidas no vividas por mi desidia y mi abandono.
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