Luces en la oscuridad


Para averiguar si estás ante un verdadero poeta no hace falta gran cosa. Basta con que alguno de sus versos sea capaz de erizarte el cabello, de generar una sensación de irrealidad que oprima tu garganta, una especie de terror cósmico que te desbarata y te ordena de nuevo. La inmensa mayoría de los que se dicen poetas producen curiosidad, sonrisas, ligeros asombros y, a lo sumo, ese efímero deslumbramiento que hace que los gatos mueran atropellados en las autopistas. En cambio, un poema verdadero duele porque golpea la corteza caliza de tu alma como un pez que se agita en las aguas turbulentas de la noche. Un poema de verdad resuena como una aldaba de hierro en un reino habitado por mujeres que arden y calles sembradas de vidrios diminutos. Y es tal su poder que basta con su eco para que el fuego entre, lo llene todo y nos inunde. 

Octavio Paz, por ejemplo, no siempre brilla, pero cuando lo hace, lo hace de forma superlativa:

Entre la noche y el día
hay un territorio indeciso.
No es luz ni sombra:
es tiempo.
Hora, pausa precaria,
página que se obscurece,
página en la que escribo,
despacio, estas palabras.
La tarde
es una brasa que se consume.
El día gira y se deshoja.
Lima los confines de las cosas
un río obscuro.
Terco y suave
las arrastra, no sé adónde.
La realidad se aleja.
Yo escribo:
hablo conmigo
—hablo contigo.


(Árbol adentro, Octavio Paz).


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